lunes, 20 de agosto de 2018

EL PODER DEL AMOR. CAPÍTULO SEXTO.



EL PODER DEL AMOR.
CAPÍTULO SEXTO.


En la cajita encontró un guardapelo de oro y una cadena, se trataba de una pieza muy fina con las iniciales M y P ricamente grabadas en la tapa. La abrió con cuidado y encontró dos mechones de cabello cuyas tonalidades contrastaban, uno negro, el otro de un color muy claro. Abrió el cuaderno, y el corazón le dio un vuelco. En la hoja de respeto encontró la palabra: Memorias escrita en una caligrafía de pendolista, y al pie, el nombre del autor: Blanca Montes.

__Hermanito, es la historia de tu mamá, al fin la conoceremos, pero, ¿quién es esa Lucero?

___

__ ¿Qué lees tan absorto?
María Pancha le habló en un susurro y, sin embargo, lo sobresaltó.
__Uno de mis libros __mintió, Pedro__; regalo de Agustín. Excursión a los indios ranqueles.
El hombre salió de la habitación sin volver la vista atrás.
Se encaminó hacia la sala principal desenvuelto y pasó cerca de Pedro que se mantuvo quieto, sumido en la oscuridad del corredor.
Guor se detuvo, desanduvo  el camino y sin más le robó un beso que dejó a Pedro aturdido sin respuestas, para cuando quiso poner en movimiento las palabras el hombre estaba fuera de su alcance.
“¿Qué?”

 Dejó la casa del doctor Javier sin avisar a nadie ni detenerse a decir adiós. Luego de un momento, Pedro regresó junto a su hermano.

__ ¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?
__Nada __respondió Agustín__. Pensaba en mi madre. ¿Has tenido noticias de mi padre?
__Gracias Blasco. Espera, llevas un colgante nuevo al cuello.
__Es un regalo del cacique  Nahueltruz Guor. Aquí en el pueblo todo el mundo lo quiere y respeta, gracias a él, Mario, el hijo del doctor regresó sano a casa después de que unos indios lo tomaron cautivo.
Acaba de salir, lo crucé.
Pedro sintió un escalofrío y dio un respingo.

__ ¿Qué dijiste?
__Que Guor estuvo aquí, es amigo, todos lo quieren, y es muy amigo del padrecito, Agustín, creí que sabían.
__ ¿Cómo?
¿Es un cacique ranquel?
__Bueno, sí, el más valiente, es el hijo del gran cacique Mariano Rojas.
__ ¿Qué es quién?

“De nadie nunca seré, solo de ti. Hasta que mis huesos se vuelvan
cenizas y mi corazón deje de latir” Pablo Neruda.
“Prefiero sucumbir por tu amor embrujado en la noche,
que vivir en la luz de mi eterna soledad”. Mike.
“Aun en la oscuridad de mi alma, sé que puedo sentir tu fuego,
que ilumina y entibia mi vida gris”. Mike.

 Mientras Laura leía la carta, Pedro sintió la necesidad imperiosa de encontrar a ese hombre, era un ranquel y sin embargo algo poderoso lo unía a él y al mismo tiempo a  su hermano, pero Agustín no parecía querer o poder contar quién era Guor.

__!Blasco! __gritó, Pedro y el muchacho se detuvo.

__Señor, ¿en qué puedo servirle?
__ ¿Quién es en verdad Nahueltruz Guor? Pareces conocerlo y también mi hermano, lo he visto en esta casa, ¿qué hace un cacique ranquel entre  los  huincas?
__Él es diferente señor Pedro, es… muy querido para el huinca, es respetado, no es un indio más. Como su padre el cacique Mariano, Nahuel es culto, muy inteligente, está evangelizado, y siempre desea  que termine la guerra con el huinca, que se respeten los tratados de paz.
__ ¿Por qué visita a mi hermano?
__Porque el padrecito es su amigo, es muy amigo, el padre Donatti también, ellos van Tierra Adentro y allá los quieren, y Guor siempre visita al padrecito Agustín, hace mucho que se conocen, él fue el que nos evangelizó.
Es bienvenido por el doctor Javier y Mario lo adora porque lo rescató del bando malo de los indios, le salvó la vida. Y yo lo conozco desde que nací. Acá en la villa solamente lo persigue ese desgraciado de Racedo, por eso tiene que ocultarse, pero él sabe escabullirse, no le tiene miedo a nadie.
__ ¿Nadie lo espera más allá de su padre? ¿Y su madre, sus esposas?
__La madre murió, y la esposa también, solo está allá Fabián, su hijito _afirmó Blasco emocionado.

__Hijo, ¿y las otras esposas? ¿No tienen muchas acaso?
__No él,  no me pregunte, porque ni yo lo entiendo,  Nahuel siempre tuvo solo una esposa, Ana, pero se murió, ahora Lorena quiere seducirlo, pero cada vez que se la nombro se enoja, y me dice que Nahueltruz no tiene mujer.
__ ¿Quién es Lucero?
__Una india, una… fue la mejor amiga de la madre de Nahuel. No sé más, no puedo contarle más, don Pedro, pregúntele al padrecito _ dijo Blasco evadiendo la mirada.

__No puedo molestarlo, no ahora. ¿Por qué no estás  con los ranqueles, no eres uno de ellos acaso?
__Siempre, pero vivo en el Fuerte Sarmiento ahora, quiero estudiar, el padrecito Agustín me bautizó, me llamo Antonio Manero, o sea, todos tenemos gracias a él un nombre huinca y podemos estudiar, yo quiero ser culto como  Mariano y Nahuel.
__ ¿Dónde puedo encontrarlo?
__No me comprometa Don Pedro, él se enoja mucho si hablo lo que no debo, el padrecito lo sabe.
__Dímelo, Blasco, no te hará nada, lo prometo.

“Ahora te veo caminando tan bello, en la noche de luna llena, con un clima fresco y lleno de estrellas está el cielo y con la magia de la oscuridad y el mágico toque de luz de la luna con su maravilloso resplandor y el brillo de tus bellos ojos, y tu belleza sin igual,  tan inquieto y sensual, con un cielo estrellado y lleno de luceros.
La figura más bella y exquisita, con los destellos  la luna te alumbra y se ilumina toda tu hermosura, tú,   tan lleno de gracia y bondad, muy suave tu cara, don de tus bellos pensamientos que  me reflejan lo que eres, Pedro,  tan puro, misterioso muchacho.
Y la chispa de magia que brota de tus mejillas, dichoso estoy de estar cerca, me llenas de alegría y felicidad, tú eres tan elocuente que con solo una mirada haces que me enamore de ti. Y algún día tendremos secretos y diré,  ahora hablaremos de aquellos días que juntos vivimos la entrega de nuestro amor, hoy mi alma está en paz por todo lo que algún día vivimos, un gran amor tan lleno de inocencia como no me atrevo a rozar.”


__ ¿A dónde estás, Nahueltruz?
__ Pedro, ven. Te necesito aquí, hoy que estoy triste.
Ven, déjame verte, déjame conocerte, déjame aspirar a poseerte y tenerte para mí. Aunque sea nuestro secreto, solo nuestro secreto.
Quiero sentirte entre mi piel y fundirme entre tus brazos, quiero sentir tus dulces caricias recorrer mi cuerpo de norte a sur.
Bésame, dame la humedad de tu lengua, de tus labios, haz que tu saliva se confunda con la mía creando el sabor del temperamento.
Regálame la dulce sensación de tus manos, haz que te pida más cada vez y que nunca quede satisfecho ni saciado de ti.
Tócame, y mírame a los ojos mientras siento cómo tus dedos hábiles exploran mis lugares más íntimos y húmedos y yo registro los tuyos por primera vez.
¡Sigue ahí, no pares por favor! Explora, siente conmigo y averigua qué más encuentras, mientras observas la pasión que desencadenan tus travesuras en mi rostro.
Sonríeme, búrlate de mi gozo, de mi placer, de la satisfacción que me haces sentir con cada movimiento en falso.
Ya te siento cada vez más cerca, parece que eres mi dueño y que manejas mis sensaciones y sentimientos a tu antojo.
Aprovéchate, no dejes pasar la oportunidad de poseerme, de dejarme sin aliento,  de hacer tuyo cada centímetro de mi cuerpo.
Cómeme, succiona todo lo que te gusta de mí, devórame cual si fueras un niño amamantando, muérdelos,  ellos te lo piden ¿no ves que quieren más?, quieren brotar y endurecer de placer.
¿Te gusta? Pues a mí más.
Penétrame, invádeme; conoce mi mundo de pasión por medio de tu miembro viril, entra y sal de mí robándome los suspiros y el poco aire que me sobra. Y quédate aquí para siempre dentro de mí, no salgas nunca.
Róbame, róbame del mundo natural y llévame al trance, a lo desconocido, a lo perplejo, al sentimiento máximo del placer nombrado clímax, a donde mueres por un segundo y regresas a la vida sin darte cuenta.
Abrázame, consuela mis ansias y calma mi respiración, dame tranquilidad y hazme dormir con un beso.
Después despiértame y dúchame, asea todos los lugares íntimos en donde dejaste huella, posteriormente aliméntame y repite todo paso a paso nuevamente sin parar, hasta que envejezca y muera en tus brazos.
Entiérrame y despídete de mí. No olvides antes poner una flor entre mis manos sin vida, ya que esta me inyectará tu esencia, tu calor, tu respiración, todo lo mejor de ti, lo cual me hará vibrar aun muerto y encerrado.

___ Quiero ser el preludio perfecto,  que encienda tu hoguera, cuando bese tus ardientes labios, dejando en ellos bocanadas de pasión, comienzo a recubrir con mis besos, tu ardiente piel, más…  desgarro tu cuerpo  con las caricias de mis manos, incrementando así el fuego de tus deseos, y entre las llamas de este infierno, el pecado carnal, nos unió y nos hizo sus siervos.
__ Bastó  solo una mirada para caer en tus manos. Aquellos besos inocentes se fueron convirtiendo en el más bello pecado. Tus manos recorrían poco a poco cada centímetro de mi piel. Entre más besos sentía más rápido caía la ropa al suelo. Liberaste mis botones erguidos haciéndolos presos de tus más fervientes deseos, devorándolos cual lobo feroz.
Mi cuerpo lleno de sudor y furor buscaba el tuyo sediento de ti.
No pude contenerme y me entregué a ti como si el mundo fuera a terminar.
Al sentir tu virilidad erguida,  mi cuerpo desprendió un gemido de intensa pasión, en cada embestida y con tus manos en mis caderas mi cuerpo ya te pertenecía.
Ya era tuyo en cuerpo y alma. Juntos llegamos al orgasmo y al cielo al mismo tiempo  sellando esa entrega con un beso apasionado sintiéndote tan mío. Yo tan tuyo como cada noche.
Sí, cada noche que te imagino en mi cama y  que te pienso con mis manos.
__ ¿Estás bien?
__Sí, pero quiero saber todo de ti, confía en mí aunque sea un huinca como lo haces en mi hermano.
¿Quién eres Nahueltruz? ¿Te volveré a ver?
__Siempre, Pedro, aunque seas un huinca, aunque te arranquen de este sitio, solo no te cases, no eres como ellos, no te vayas con tu novia, eres mío, para siempre y yo soy tuyo, si algún día te fueras sería capaz de volverme como ellos para entrar a tu mundo, recuerda, lo nuestro es un amor sin fin. Recuérdalo. No vengas al convento, es peligroso cuando regrese Racedo, yo te buscaré.
Al mirar detenidamente el ocaso reflejado en tus ojos, mi voluntad se empeña en retener cada soplo de mi aliento, como si quisiese de alguna forma irracional congelar este momento y  de algún modo, poco convencional, plantarlo en las arenas del tiempo, para que siga así, resplandeciente, completamente inerte, y eterno. No he de permitir que culmine este preciado momento, esta vez no deseo tapar el brillo del sol con la torpeza mis dedos, porque al mirarte se incrementan los latidos en mi pecho, mi corazón quiere salir de mí, incluso el cielo puede escuchar su eco.
¿Será capaz de estremecerse el suelo con el temblor que inunda mi cuerpo?
El cántico del océano ha plantado en mi pecho un nuevo deseo, uno que ahora  se está convirtiendo en sueño, uno que será nuestro. Toma mi mano ahora, debemos partir, ha llegado el momento, debemos alcanzar las nubes y sobre ellas recorrer las llanuras del cielo, por favor ven conmigo, porque sin ti amor mío, no sería capaz de hacerlo…
Debo confesarte que posiblemente, no alcanzará el tiempo que tenemos, para contemplar la grandeza del firmamento, y cada retazo de cielo, pero de seguro podremos pisar la luna, o robar un millón de luceros, ya veremos luego en qué lugar del mundo los guardaremos, y  si nos quieren juzgar por el hecho, o en la tierra no hay espacio para ellos, estoy convencido de que se quedarán plasmados en tus ojos.
Y estando en tus ojos nuestro sueño, siempre podré contemplarlo en ellos, porque vivirá por siempre en mis pensamientos, y en el baúl de mis recuerdos, donde tu amor esta resguardado, donde puedo proteger la fragilidad de lo nuestro,  aunque siga teniendo presente que no alcanzará el tiempo para todo esto, y  que este atardecer, y este preciado momento, terminará en cualquier momento. Nuevamente contendré mi aliento, fijaré mis ojos en los tuyos, y entonces todo lo que ahora veo, nuevamente será eterno.
__Me da miedo como hablas, temo que mueras y me dejes, no podría continuar.
__No moriré, no te dejaría jamás, Pedro, pero aunque eso alguna vez ocurriera solo estaré al otro lado del camino. Desde el cielo te consolaré porque no quiero verte llorar porque nunca me habré ido  de tu lado,  aunque la muerte llamara a la puerta y a la fuerza me llevara sabes que nunca te abandonaría, tan solo decirte que no te preocupes porque desde el cielo te visitaría cada día para estar contigo siempre pegados. Sería tu ángel invisible y tal vez no para ti, tu guardián protector y amante, el que lloraría cuando te vea hacerlo, el que  sufriría cuando  te viera padecer, el que solo conocería la felicidad si lo  fueras.
Amor, siempre estaré a tu lado, seguiré queriéndote y amándote, como nadie nunca te ha querido y como nadie nunca te ha amado. Quiero verte siempre feliz, presente o sea un ángel o demonio del otro lado siempre te veré, me sentirás en ti y así yo también podré ser feliz.


__ ¿Por qué llorabas junto a mi hermano?
__No me hagas preguntas, precioso, solo él, Agustín puede decirte la verdad, y tienes un arma poderosa, úsala.
__ ¿Qué dices? ¿Y si él muere?
__No morirá, Agustín no se va a morir, confía en mí. Espera a que llegue tu padre, y usa tu arma.
__No uso arma, no soy como tú. Perdón.
Nahuel tomó entre sus fuertes manos el rostro de Pedro, con una mirada implacable, acarició con el dorso de una la mejilla.
__No soy un asesino como crees, y tu arma es el libro, sé que lo tienes, lee, averigua todo sobre Blanca Montes, ella te dirá todo, vete Pedro, no puedes estar acá. Vete.

__
Pedro corrió hasta la casa, para corroborar que Laura dormía apoyada en la cama de Agustín, arropó a sus hermanos, posó un beso en cada uno, despacio buscó lo que había dejado allí, y se escabulló por las callejas hasta su habitación del hotel, para intentar que el agua borrara los recuerdos de… él.

“Desnudas tu piel que a pesar de vestir varias primaveras, que también he vivido yo, no muestra en ella el paso del tiempo, comienzas a habitar mi espacio, mi cama. Suave te siento sobre mi cuerpo… mis manos por el centro de tu espalda comienzan a recorrerte, siento que comienzas a abrigarme el alma.
Entre tú y yo el momento del renacer de la experiencia de amar está despertando, los cuerpos parecen recordar la manera de danzar esta melodía de pasión que  comienza dentro nuestro a sonar, tus suaves movimientos comienzan el ritmo a marcar.
Se cierran tus ojos, despierta en ti la pasión, la excitación… comienzas a sentirme.
De tu boca se escapa un aire con sabor a gemido que yo atrapo con un beso, tus labios a los míos se abrazan… las lenguas desesperadas comparten su exquisita humedad.
Sentados frente a frente, tus piernas abrazan mi cintura,  tú dentro de mí  aferrado a mi cuerpo, suaves movimientos nos llevan a perdernos del tiempo, nos encerramos en nuestro momento de placer, haces desaparecer una ilusión atrapándome en tu ardiente realidad.
Momento de la fusión de tu calor con el mío, fusión de humedad que se vuelve vapor de pasión que baña los cuerpos desnudos nutriéndolos del deseo de volverse a  amar una y otra vez más… haciendo que el momento de pasión no tenga final.

__Memoria. Blanca Montes. Acá está la verdad que callas Nahuel, esta es mi arma.
“Úsala”.

“Hoy he recibido este cuaderno, además de tinta, plumas y cortaplumas. Me los trajo Lucero esta semana: “Te los manda Mariano, Blanca”, me dijo con esa sonrisa pícara que no se la quita nada a pesar de los años, a pesar de tanto que hemos vivido y padecido. No me sorprendió el regalo, o más,  lo esperaba. Días atrás le había confesado a Lucero mis intenciones de comenzar a escribir mis memorias. Aún no he podido agradecerle a Mariano, que ha estado muy ocupado con el velorio y el entierro de Quintinuer, la esposa de caciquillo Guaiquipán, que murió hace dos días dando a luz a su primer hijo. El niño también murió. Lucero vino a buscarme cuando la comadrona ya no se animaba a hacer nada, porque saben que soy ducha en esos menesteres. La escena en el toldo de Guaiquipán  me golpeó como un cachetazo en la cara, y me vino a la mente la muerte de mi madre veinte años atrás. Atendí a la parturienta sabiendo de entrada que cualquier esfuerzo sería en vano porque la sangre le brotaba de entre las piernas como un manantial en la roca. Ahora, más tranquila en el rancho, me he puesto triste a recordar”.

“¿Qué significa esto, Agustín? ¿Acaso por esto es que vas a la tierra de los ranqueles? ¿Blanca Montes vive con ellos? Tu madre, tu historia o parte, hermanito, mi madrasta, la primera esposa de nuestro padre  ¿acaso papá lo sabe o ni siquiera y es lo que quieres hablar con él?
Usa tu arma, Pedro. ¿Fuiste tú Nahueltruz quien quiso que esto llegara a mis manos antes que a Agustín o acaso él ya lo sabe todo? No sé si debo, en todo caso él no está hoy en condiciones de leer esto, no al menos hasta que yo sepa si puede hacerle más daño. ¿Y el ponchito?”
__
“La madrugada en que mi madre comenzó con el trabajo de parto, me despertaron los alaridos. Mi alcoba se hallaba retirada del resto de las habitaciones y, sin embargo, me  despercudieron del sueño como un sacudón. Nadie se acordó de mí ni pensó que yo podía estar merodeando por el patio y pasillo como ánima en pena. Todos…, mi padre, mi  tío Tito, Carmina y la comadrona__ se afanaban en mi madre que poco a poco se extinguía como una lámpara sin aceite.
Una voz dentro de mí me advertía que no entornara la puerta del cuarto de mi padre ni me deslizara  dentro. Para cuando lo hizo, era demasiado tarde, y aquello que nunca hubiera querido ver ya se había plasmado en mi retina y en mi mente de nueve años para siempre: la imagen de mi madre moribunda sobre un lecho bañado en sangre. Tenía sangre. Ya no gritaba sino que se mantenía laxa e inerte entre los almohadones, los ojos cerrados, los labios azules, y el semblante del color del papel, “Ya no duele más”, pensé, y busqué con la mirada a mi padre, que lloraba en brazos de su hermano Tito. Entonces supe que algo irremediable y trágico había sucedido. Me sentí sola y desprotegida. No repararon en mí hasta que me acerqué al borde de la cama. Más sangre y un bebé lívido junto a mi madre, ella y mi hermano me habían abandonado de repente, y yo solo era una nena.
Carmina, el ama de llaves, me tomó por las axilas y me sacó de la habitación, yo chillaba y me contorsionaba como un gato rabioso. Me arrastró hasta la cocina, donde me sentó sobre su falda y me abrazó fuertemente en un intento por contener mis espasmos. A poco, las dos llorábamos a coro.
La muerte de mi madre volvió oscura y tenebrosa la casa de tío Tito. Se cerraron las celosías y se colocaron paños negros sobre las cortinas blancas de la sala.  Mi padre y tío Tito llevaban una cinta negra en el brazo y Carmina, vestidos de luto hechos de crespón. El sol no entró por mucho tiempo en las habitaciones, y el frío se adueñó de las paredes. El aroma tan familiar de la casona  de mi tío cambió, y ahora olía a iglesia. Mi padre también había cambiado. Ya no sonreía, por  más que yo le levantara las comisuras de los labios y le hiciera cosquillas y cuando se creía solo, lloraba como un niño.
Después de varios días tío Tito creyó conveniente que las cosas volvieran a la normalidad, así que reabrió la botica, le pidió a Carmina que me llevara al colegio y obligó a mi padre a retomar las visitas a sus pacientes. Por respeto a la tradición, mantuvo las celosías cerradas y las cortinas cubiertas, pero sé que habría acabado con ese absurdo mandato también.
Si bien nuestras vidas retomaban lentamente su curso, la casa de Tito seguía recordándome que debíamos estar tristes y apesadumbrados.
Po eso me gustaba ir a la escuela porque allí todo continuaba igual. Las ventanas no estaban cerradas, el aroma no había cambiado y las personas no vestían de negro. Continuaba igual, excepto por las miradas compasivas que las demás alumnas me echaban, incluso las pardas, que estudiaban en una sala aparte y tenían prohibido acercarse a nosotras, las niñas blancas, sí, nací huinca, destinada a serlo.
Yo tendía a estar sola. La soledad nunca me ha molestado, y en aquellos primeros días después de morir mi madre, cuando me sentía tan distinta, este aspecto de mi personalidad se consolidó en mí para siempre. Me gustaba leer, era de mis actividades favoritas, pero nada me agradaba tanto como la botica de mi tío Tito, un negocio bastante próspero en la parte delantera de la casona, donde pasé mis horas más divertidas. A veces pienso que de haber nacido solo un siglo o medio más adelante mi destino habría seguido la facultad de medicina, pero hoy solo los hombres pueden estar allí, y aun así, muy pocos.
La botica: emplastos, ungüentos, bálsamos,  cataplasmas, tónicos, jarabes, sinapismos y píldoras atestaban los anaqueles que Carmina mantenía pulcros y bien surtidos.  En la trastienda, mi tío hacia magia con sus alambiques y sustancias. Tenía prohibido el ingreso al laboratorio donde cualquier frasco podía contener un polvo venenoso con apariencia de azúcar que me habría fulminado como a una ratita, y donde, también, mi tío solía cometer errores y mezclar enemigos mortales, que provocaban explosiones o principios de incendios. Tito soslayaba estos inconvenientes y, aunque una vez se lastimó gravemente la mano, la vocación por la alquimia lo mantuvo ciego a los peligros que corría al empeñarse  en esa vía tan riesgosa”.

“Tía Blanca, eras casi médica,  culta como dijo el padre Donatti, la mamá de mi hermano, expulsada de la familia, calumniada por mi abuela, detestada por mis tías, al fin solo mi padre guarda silencio, y mi madre, al menos se abstiene de insultarte, ¿por qué te ocultan del mundo, si eras un genio?”
_

Cierto es que Tito era un gran boticario, con ungüentos capaces de curar cualquier quemadura, con tónicos que levantaban a un muerto, cordiales que estimulaban al corazón más débil, píldoras que acababan con la pelagra más tenaz y vermífugos que terminaban con cualquier parásito intestinal.
Con la complicidad de mi tío y de Carmina, su asistente y ama de llaves, yo pasaba la mayor parte del día sumergida en el botamen del laboratorio.
 Con el tiempo, cuando Carmina se casó y nos dejó, me convertí en la colega de mi tío Tito, como a él le gustaba apodarme. Me dictaba las fórmulas que yo anotaba con una letra de caligrafía en un manuscrito de farmacopea. Llegué a dominar a la perfección la simbología y las abreviaturas, mi tío bromeaba al decir que él pensaba la fórmula y yo la anotaba. Me enseñó a preparar cada producto a la venta, no solo los medicamentos, sino también los de cosmética, que se vendían como el pan. La bandolina para el equilibrio de los tocados de las damas, la manteca de cacao para los labios tentadores, el agua de colonia a la inglesa y el aceite de verbena para quemar  pebeteros de plata eran de los más solicitados.
En realidad, el método comenzaba en el huerto de la casona, donde mi tío cultivaba la mayor parte de las plantas que necesitaba de las que luego extraía lo esencial, machacándolas en el  almirez con paciencia y ciencia, otras que no prosperaban en el clima de Buenos Aires, las adquiría disecadas en la tienda de caamaña que recibía de Europa mercancías tan variadas como zapatos y frascos. El huerto de tío Tito era digno de admiración, visitado por colegas y naturalistas de otros países, y allí en ese sitio, semiescondida entre naranjos dulces, las cannáceas y las fumarias, espié a mi padre la semanas siguientes a la muerte de mi madre, cuando envalentonado por la soledad y estrujado por la pena, se escondía, se cubría la cara y rompía a llorar. No  me acercaba, permanecía quieta y silenciosa sintiendo que mi baluarte y mi ancla se iban al demonio.  Él no lo advertía porque el dolor lo tenía como ebrio, pero yo lo seguía a sol y a sombra, movida por instinto más que por una sospecha fundada, que era, en realidad de  Carmina y Tito: suicidio o desquicio, las dos opciones que avizoraban para él.
 Porque ellos conocían bien la historia de mis padres, Leopoldo Montes y Lara Pardo, que había dado que hablar a las señoras de Buenos Aires una década atrás, lo mismo que sin saberlo entonces, provocaría mi propia vida aunque por otros motivos, fue entonces cuando mi padre se plantó frente al suyo y le dijo: “Se puede ir al carajo”.
Abelardo Montes, mi abuelo paterno, toledano de voluntad férrea y carácter de acero,  habilísimo para los negocios, amasó una incontable fortuna contrabandeando con las Indias Occidentales aquellas mercancías que adquiría no se sabe bien cómo, en las principales ciudades europeas: Madrid, Londres, París, Bruselas y Venecia, y que luego vendía, no siempre a precio  de bicoca, en Lima, Santiago, Valparaíso y Buenos Aires.
El monopolio que el reino español ejercía sobre las Indias, mantenía desprovistas a las tiendas virreinadas, y las aristocracias americanas daban la vida por utensilios de tocador, perfumes, géneros, afeites, zapatos, guantes, ponchos, óleos o lo que arribase de ultramar.
La osadía de Abelardo Montes lo llevó a las Indias Orientales, y meses más tarde  su bergantín atracó en el Rio de la Plata atiborrado de mercancía tan exótica como costosa, que le arrancaron de las manos, en especial la mujer del virrey Cevallos, que quedó perpleja ante un abanico de nácar con ribete de perlas de los mares de Persia y ante unos géneros tan fastuosos para tapizar las paredes de su recámara y su sillón favorito.
Dicen también que a Abelardo Montes no le faltaba encanto personal, y que, a pesar de no contar con  blasones ni estirpe pronto se abrió camino entre la flor y nata de Buenos Aires, menos melindrosa que la de Lima y Santiago, y más refinada que la de Valparaíso, con su título de capitán y un barco fletado boyando en el puerto, sumado a la gallardía de su porte, acaparaba la atención de las damas, su manera de ser, abierta y jocosa, le granjeó la amistad de algunos caballeros.
 No siempre fue sincero y, gracias a una imaginación enriquecida por la profusa lectura durante largas travesías, envolvió a las porteñas con historias  acerca de antepasados de sangre azul, caballeros templarios consejeros del rey Felipe II, obispos beatificados, y esposas de príncipes europeos, que nadie sabía si creer, después de todo, se trataba de un mercader.
Sin embargo, el año que desembarcó en Buenos Aires, con el título de barón debajo del brazo y tomada del otro, una joven y agraciada esposa, hija del Duque de Montalvo,  ya nadie se atrevió a poner  en tela de juicio el abolengo de don Abelardo Montes, Barón de Pontevedra. La mujer del virrey Vértiz tuvo el honor de agasajarlos con la primera tertulia, y desde ese momento se sucedieron los convites y fiestas.

A mi bisabuelo Leopoldo Jacinto Laure  y Luque, Duque de Montalvo, se le revolvieron las tripas cuando concedió la mano, sin dote, de su hija, María del Pilar a Abelardo Montes, un advenedizo que, gracias a una cuantiosa fortuna derivada del comercio, había comprado el título de barón. Pero la dulce y tierna Pilarita, hija de la vejez del Duque, más consentida que educada, había entablado relaciones sentimentales con un suizo y hereje calvinista, que nadie sabía cómo se había colado en España a fabricar relojes. Los murmullos de que la niña Pilarita le habría entregado al hereje mucho más de lo debido ya volaban por las calles como la ventisca salitrosa que se levantaba del Mediterráneo antes de las tormentas de verano, y el duque sufría una ordalía al pensar que tanta belleza de su hija menor tendría que desperdiciarse tras los muros del convento de las Hermanas Trinitarias.
Las habladurías le importaron un rábano a Abelardo, que venía enamorado de la muchacha desde tiempo atrás, desde que la vio, junto  a una tía y su hermana mayor sentada junto al río Francolí, pintando con acuarelas. Se acercó subrepticiamente para no espantarlas, hasta que su sombra de más de metro ochenta se proyectó sobre la cartulina de Pilarita y atrajo la atención de las tres. La tía se puso de pie, mientras la hermana mayor juntaba a tropezones los pinceles, lápices y paletas muy ligero, sin levantar la cara. Pero, Pilarita sí lo hizo y le permitió a Abelardo Montes con toda generosidad, solazarse en unos ojos grises que serían su perdición.
La joven Laure y Luque marchó aprisa detrás de su hermana y de su tía, mientras unos bucles amarillos como el trigo le brincaban bajo el ala del sombrero de paja.
 Él se quedó allí, plantado sobre la marisma de Francolí, mirándola como un tonto, sin notar que se mojaba los zapatos.

Al año siguiente, Abelardo atracó nuevamente en  Tarragona, aunque debería haberlo hecho en Génova, donde la reparación de su barco  habría sido más barata y de mejor manufactura. Cuando la tripulación observó la decisión disparatada del capitán, Abelardo los mandó callar con ese genio dominante que no se le quitaría ni amansaría el carácter delicioso de su mujer.
Pese a que sus marineros y el contramaestre no lo creyeran igual, la decisión de tocar el puerto fue un acierto. Ese año parecía que su suerte tomaba buena ruta: la honra de Pilarita estaba en entredicho, asociada a un relojero suizo que, aunque simulase, todo el pueblo sabía que era protestante.
Abelardo, que durante todos esos años había trabado amistad con el procurador de la ciudad más importante, consiguió que el Duque de Montalvo lo recibiera previa exposición por parte del procurador de las intenciones del capitán.
“Que no crea el advenedizo que obtendrá algo de mis arcas”, bramó el Duque, más por tristeza que por coraje, y enseguida el procurador le aclaró que el capitán Montes se negaba terminantemente a recibir cualquier tipo de dote en una muestra de su verdadero afecto por la niña María del Pilar.
Pilarita lloró a moco tendido en brazos de Alcira, su nodriza, la noche en que el duque le informó que desposaría al capitán Abelardo Montes, a quien ella no conocía ni de vista.
Al día siguiente, y más allá de los ojos irritados por el llanto, María del Pilar reconoció al hombre alto y elegante, de pie junto a su padre, como el osado que se había acercado la tarde de las acuarelas en el río.”
__
Pedro tomó el guardapelo de la caja, y revisó las iniciales.

“M y P ¿Acaso son ellos tía Blanca? ¿Son las iniciales de Abelardo Montes y de Pilarita?”
“Mucho de moro en su aspecto irreverente y atractivo le delataba el origen sureño, la región de la península que había padecido a manos de herejes musulmanes a lo largo de ocho centurias.
No obstante, ese irreverente con sangre impía vestía como el mejor de los cortesanos del rey Carlos IV. Bajo la capa de terciopelo azul destacaba el lavanda pálido de la chaqueta de satén y la camisa de batista con puños de encaje. Llevaba medias de seda blanca hasta las rodillas y zapatos de cuero de Córdoba con hebillas de oro. El pelo renegrido al igual que los ojos, el cutis aceitunado y sin imperfecciones, la mandíbula de huesos fuertes y marcados, que le confería una veta despiadada a sus facciones, y unos labios gruesos, como dibujados a mano, que apenas se sesgaban en una sonrisa significativa enigmática perturbaron profundamente a Pilarita, se levantó el ruedo del vestido y abandonó el estudio de su padre a la carrera.
Esa tarde, aseguraría Alcira años después, Pilarita escapó del despacho del duque porque le dio miedo reconocer que aquel hombre mundano y sin clase que le sonreía, le había gustado demasiado. Por primera vez, la naturaleza romántica y noble de mi abuela, se había confrontado con sensaciones extrañas que le hicieron temblar la carne y al llegar a su alcoba se arrojó en el reclinatorio y desgranó el rosario. Nada tenía que ver lo que acababa de inspirarle el toledano con los versos en francés del relojero, y le aterrorizó la idea de permanecer a solas con él.

Abelardo Montes conservó el buen genio y la paciencia solo por una vez antes de la boda con mi abuela Pilarita, que le rehuyó como niña medrosa y no le permitió que le rozara la mejilla ni con la punta del dedo, y a pesar de que Alcira nunca fue explícita acerca de lo que sucedió después de la boda, todo parece indicar que la arisca tarraconense cedió a los encantos de mi abuelo, pues desembarcó en el Río de la Plata embarazada de mi padre, Leopoldo Jacinto Montes, y con una sonrisa de oreja a oreja a pesar de que el panorama de la ciudad  se hallaba lejos de ser imponente, una visión más bien desoladora sin desarrollo urbanístico excepto por algunos capiteles, cúpulas y muros de convento.

La ciudad de Buenos Aires se extendía sobre una barranca apenas más elevada que la costa y ocupaba un gran espacio de terreno, pues las casas, bajas y rústicas regularmente blancas, con grandes ventanas de rejas cuidadas voladas eran por lo general de solo una planta enorme, hasta con tres patios y establos en la parte posterior. Las calles no se hallaban pavimentadas y, en los días de lluvias, el lodo y los profundos baches hacían peligroso el transitar. Algunas de no más de tres cuadras de largo, se encontraban cubiertas de piedra picada por los presos de Martín García, tan desiguales y quebradas, que nadie se aventuraba coche por ellas.

Casado y con un hijo en camino. Abelardo decidió abandonar el mar y convertirse en un sedentario hombre de ciudad. Vendió las últimas novedades traídas  de Europa en las tiendas de Buenos Aires,  liquidó a sus marineros y devolvió el legendario bergantín que había fletado durante años sin que se le moviera un pelo.
 La perspectiva de una vida reposada junto a Pilarita lo tentaba más que sus días de aventurero lobo de mar. Compró un terreno que ocupaba media hectárea de manzana sobre la calle de la Santísima Trinidad, en el barrio de la Merced, y para halagar a su esposa mandó construir una mansión que, junto con la de  Marica de Thompson y con la del doctor  Olazábal, constituían la admiración y envidia de los vecinos.
Abelardo destinó una fortuna en la casa para Pilarita y exigió al alarife que utilizara ladrillos cocidos en lugar de adobe, y argamasa en vez de barro, las alfarjías y puertas serían de madera de roble traído de Eslovenia, al igual que los pisos y las salas de los dormitorios.
 La casa, sólida como un castillo medieval, revelaba  en su interior la delicadeza de la mano maestra  de mi abuela, unas paredes cubiertas de brocado dorado de Aragón, gobelinos de Aubusson y óleos de artistas flamencos, sus favoritos. Las cortinas de Osnabrûck, siempre recogidas con alzapaños de oro y alfombras de Kidderminster armonizaban con el damasco azulino que tapizaba los sillones, confidentes, canapés y la hermosa araña de cristal de Murano, regalo de mi abuelo con motivo del nacimiento del segundo hijo, fue, durante algún tiempo, objeto de la curiosidad de las señoronas de la ciudad, y nunca mi abuelo recibió tantas visitas en su salón como luego de la colocación de la lámpara.
En casa de los Montes se comía a diario en vajilla de plata maciza de Alto Perú, se tomaba el chocolate en porcelana de Limoges y se bebían vinos del Rin en copas de cristal de Baccarat.
Las porteñas admiraban la elegancia y maneras de la baronesa, las innovaciones en sus trajes y tocados terminaban por imponerse en masas. Mi abuela aunque acunada en un entorno rutilante y acostumbrada al buen vivir, era una mujer sensible y piadosa.
Mandó construir un oratorio al lado de la sala principal y consiguió permiso del arzobispado para que se dijera misa. Fue el obispo Azamor Rodríguez quien bendijo el santuario y entronizó el Sagrado Corazón. Junto con Marica Thompson y Florencia Azcuénaga,   Pilarita participaba en la sociedad de beneficencia desde que el ministro Bernardino Rivadavia la fundó a principio de la década de los veinte. Visitaba el Monte pío y llenó la casona de niños expósitos.
Yo conocí a Eusebio, cochero de mi tío Francisco, a Ponciano, el mayordomo, y a Josefa, una mulata a la que mi abuela le enseño a leer y escribir.

Pero, Abelardo Montes, no había llegado a Buenos Aires con su oro para impresionar a los porteños con una casa y esposa aristocrática, aprovechó la ordenanza del virrey Arredondo que permitió la exportación de materia prima sin pago de impuestos y al cabo de años se convirtió junto con Martín de Álzaga, en el productor y comerciante de cueros, tasajo, sebo y otros productos autóctonos, más conocido.
Como se hartó de depender de los estancieros de Corrientes y de la campaña de Buenos Aires que suplían lo que exportaba, adquirió dos estancias: La Pilarita y La Poderosa, y aprendió a criar ganado, con el tempo a sembrar trigo y maíz. Compró un saladero cerca de la boca del Riachuelo donde preparaba los cueros y el charqui que no dejaba de vender al extranjero. Aunque nunca le tomó afición al mate sí al negocio de la yerba y, a los cincuenta años, dueño de una gran fortuna, remontó el Paraná rumbo a Misiones donde adquirió cientos de hectáreas de tierra húmeda y roja.

Con ese imperio en apogeo, Abelardo Montes creyó que el mundo se le venía encima cuando su primogénito directo, Leopoldo Jacinto, le comunicó que se marchaba a Lima a estudiar medicina en la Universidad de San Marcos. Irrumpió en bramidos y mi abuela intercedió sin resultados, y  Timoteo Lázaro, el segundo, que, con sus chanzas y humor siempre aplacaba los arranques coléricos del padre, dejó el despacho a la carrera para recibir un bastonazo en la crisma. Francisco, el menor de los varones, que le profesaba al patriarca un respeto en el pavor, salió detrás de su hermano Timoteo, mientras Carolina, una niña entonces, rompió a llorar sin consuelo.
Alcira, la única que mantenía la cordura, tomó del brazo a la baronesa, a la niña hecha un mar de lágrimas, ahuyentó a la servidumbre y criados con vista de hielo y cerró la puerta del estudio, dejado tras de sí al agitado Barón de Pontevedra y a su rebelde vástago, que lo desafiaba con la mirada orgullosa de los Luque y Laure.
Tras una copa de coñac. Abelardo intentó persuadir a mi padre por las buenas, para terminar amenazándolo con lo único que podía, quitarle el apoyo económico. Pero el muchacho, que había heredado de su abuelo materno, el Duque de Montalvo, una fuerte cantidad de dinero suficiente para costear los estudios en Perú y llevar una vida de canónigo, le repitió que emprendería su viaje en una semana.”
__

Tía Blanca, tu padre médico,  tú boticaria,  y…  la tía Carolina, nuestra tía Carolina era la hermana de tu padre, de Leopoldo, de Francisco, de Timoteo que es Tito tu mentor, pero solo hemos conocido a Carolina.

__ ¡Pedro!
__Nahueltruz, ¿qué haces en la ventana?
__No temas, nadie me vio, quería verte. Te imagino, te veo. Caminas por las calles a mi encuentro, con los brazos apuntando al infinito, soy tu cielo, sos mi mundo, somos uno, sos  estrella, soy lucero, somos tierra. En el aire susurras las palabras, que tus labios pronuncian con ternura, un "te quiero" que me dices anhelante, gaviota en las alturas. Quiero cincelar tu cuerpo con mis manos, por la línea sinuosa de su encanto, y pintarlo en acuarela de colores,
con la humedad que lo viste con donaire. Pon en mis ojos, canela y caramelo al desnudarte en el rocío del otoño, chocolate, anís y miel en mis sentires, al amarte entre algodones y jazmines.
Sos el mar, ola bravía y suave espuma, en las ondas insinuantes de tu cuerpo, dejas escapar como el agua entre los dedos a tus mariposas que huyen del encierro.
Si lloviese dejaría que las gotas de agua calaran mi cuerpo, dejaría que los suspiros de amor ahogasen mi vivir, conformaría las gotas en instantes de amor eterno, y las caricias mapas de un desierto por donde camina mi pensamiento errante, buscando tus ojos como olas de mar, para saciar mi melancolía en el dique seco donde se encuentra, si lloviese vida mía, dejaría que su murmullo interpretara para ti esa melodía misteriosa jamás escuchada,  solo nuestras almas saben interpretarla, conocen esos acordes y su contenido, ese que nos eriza la piel, bajo esa perpetua luna al alba que nos cobija en la negra noche.

Esta noche amor mío me convertiría en viento para volar a tu lado, esta noche entre silencios de lunas, y olas de lluvia te espero impaciente para soñarnos, y perdernos por el desfiladero de nuestros ojos, y cobijarnos podamos en los rincones de tu corazón y el mío.
Si está noche amor mío lloviese yo sería esa gota de lluvia que moja tus labios. Cuando llegaste a mi vida,  no hizo falta presentación alguna, porque he llevado toda una vida buscándote  y soñando contigo, más, mis ojos, cuando te vieron te  reconocieron inmediatamente, por eso, más cómo no amarte, si tú has sido la única  razón de mi existir, cómo no amarte, si eres esa brillante estrella que ilumina mi firmamento, cómo no amarte, si tú fuiste quien me devolvió la sonrisa y las ganas de seguir soñando, cómo no amarte, si con solo escuchar tu voz, haces revolucionar mi corazón, más,  cada latido lleva tu nombre y cada suspiro contiene tu esencia, cómo no amarte, si te has instalado en mí para toda la vida.
Trato de no decir una palabra más pero el impulso y la fluidez sobre cosas que ocurren en esta vida y en especial sobre sentimientos ocultos en las profundas y turbias aguas del océano de cada corazón de las personas es algo inevitable para mí. El corazón es muy difícil entenderlo, solo llegamos a conocerlo en el final de nuestras vidas,  en el ocaso y triste momento que es la muerte, porque es ahí donde recorremos todos los pasajes buenos y malos vividos en este mundo y nos preguntamos si dimos todo el amor necesario y a la persona precisa que nos llenó hasta la saciedad de cariño y respeto con sus tratos, con su delicadeza y por sobre todas las cosas con su buena voluntad y mucha sinceridad. Todos somos muñecos y maniquíes del diablo, nunca seremos perfectos, pero nunca tendremos miedo de enfrentar cualquier problema por muy grave que sea y salir adelante como salen los valientes, los que tienen derecho a vivir en este mundo corrupto pero a la vez hermoso y lleno de vida.

Intenta amar y buscar la forma y el misterio que nos amen, ese misterio que uno nunca sabe expresarlo, ni transmitirlo en cualquier momento, sino en el momento preciso que existe amor, en el momento que sientes el latir de tu corazón como campanas de navidad, como campanas que te anuncian la llegada de un nuevo día para luchar, para continuar luchando por lo que quieras junto a las personas que desees y nunca arrepentirte por abrir tu corazón al mundo  que siempre estará ahí esperando más de cada uno de nosotros. No temas por la muerte que es segura, témele al miedo que es un sentimiento aterrador e indeciso en la persona que lo siente, amor es amor y miedo es miedo eso está bien claro, como está bien claro que amar es querer y querer es poder, el destino es impredecible hoy estoy aquí con lo que me nace de mi entrañable y modesta alma, pero mañana pudiera estar en el cielo evocando como un ángel que sean bendecidos todos los hombres de bien que habitan en la tierra. Mi vida eres tú, y tú soy yo, y yo... ¿Quién soy?
..Es un misterio que abunda y recorre cada rincón, cada momento, soy el aire que respiras, soy el agua que corre por las cauces de un río, soy los pasos firmes por las calles, soy el alba que baña las rosas cuando amanece, soy algo que siempre estará ahí y que nunca veras porque sentirás el temor de perderme si me ves o me tocas porque siempre seré el ángel guardián de ese sentimiento sagrado que responde al nombre de Amor.
Todo el peso de su amor golpeó mi corazón y lo dejó en pedazos. Golpeó también un beso y otro y la avalancha de ellos mientras yo tiraba su cabello y caíamos en la cama, o en el hielo, o en nuestro colchón de flores diferentes, qué más da. Giramos en el cálido aire del amor incondicional, sin papeles ni litigios, con la sola esperanza de la aventura conocida y fugaz que completa nuestros días al extremo. Piernas temblorosas    y aprietas mis muslos y sangro por dentro pensando en su señorío, en su principado sobre estos despojos de anhelos y me viste con ropas reales, con linaje puro de señor amado sin igual. Me corona con ternura solo soñada por los demás, con aliento que disuelve mis temores y creo, creo en el amor, creo en la inmortalidad del sentimiento mutuo, del beso en la nuca, del piropo de mirada cómplice en cualquier lugar. La puja por llegar y tus brazos de cobre que ahogan el grito y lo transforma en lágrimas púrpuras que junto para regalarte un día, el día en que me atreva a decirte que sin ti no vivo. El día en que pueda confesar que yo siento más de lo que puedes imaginar.
Sacudo mi cabeza y vuelvo en mí aunque no quiero. Instantes, regalos de la vida que me hiciste conocer. Lo rojo de mis mejillas por pensar en esta situación y te vuelvo a mirar. Espero ese gesto otra vez mi amor. Que me mires así. Miro alrededor, expuesto pero no, nadie sospecha lo que acabo de pensar, nadie salvo vos que me vuelves a mirar. “En un rato mi amor, en un rato más.”

__Dicen que Racedo sabe que ando por acá, tal vez me tenga que mover del convento, no quiero que te asustes si no me encuentras, yo te buscaré, no te arriesgues, ese militar mediocre y detestable solo vive para matarme.
__ ¿Te irás a tu tierra?
__No. Aunque prometí a mi padre Mariano regresar, y extraño a mi hijito, no me movería de donde esté  Agustín, y ahora de tu lado. Agustín me necesita y no le fallaré.
 __ ¿De verdad no tienes esposas?
__ No precioso, no siento deseo por las mujeres, lo supe con Ana, y ella murió, desde entonces me dediqué al malón, a mi pueblo y a mi hijo, lo prometo, solo me enamoré de ti.
Pedro…
__ ¿Qué?
__No digo ahora, cuando… Agustín se recupere, ¿estarías dispuesto a todo por nuestro amor?
__Si mis hermanos están bien, no me importaría irme contigo  Tierra Adentro, de verdad.
__Es todo lo que necesitaba oír de ti. Aunque no te lo pediría ni sería opción segura a largo plazo.
__Entonces… ¿vamos a poder estar juntos tú y  yo alguna vez?
__ No puede no pasar, lo prometo.

__

“Mi querida Laura.
La falta de noticias se debe  a que, por diversos motivos durante nuestro viaje llegamos a Córdoba solo unos días atrás. De inmediato me puse en contacto con el general Escalante, que muy amablemente me invitó a quedarme en su casa.
Tu padre, ha aceptado regresar conmigo a Río Cuarto para ver a su hijo Agustín.
De todos modos, lamento decirte que esto no podrá ser sino hasta dentro de algunos días, ya que, debes saber, el estado de salud del general no es el mejor.
Sufre, entre otros achaques de una gota crónica, que lo tiene postrado la mayor parte del día. Tu tía, la señorita Selma, no quiere que su hermano viaje, pero el doctor Allende Pinto, médico de entera confianza del general, le ha permitido hacerlo, en cuanto pueda dejar la cama y con algunas condiciones, de lo más superables.
Como sé en qué estado de ansias mortales se encuentran ustedes quiero expresarles que vuestro padre  muestra la mayor entereza y empeño en cumplir la voluntad de su hijo, y cualquier diferencia entre ellos parece haberla guardado muy en el fondo de un ancón.
Dios mediante, estaremos en Río Cuarto, estimo, en término de diez días.
Yo aprovecho la espera para conversar con tu padre y sonsacarle toda la información que puedo acerca de sus días como soldado de la Independencia. Pocos conocieron al general San Martín como él, sabes cuánto aprecio esta información, que luego volcaré en mi libro sobre historia argentina.

Espero que tu hermano se encuentre mejor y que las palabras de esta carta lo reanimen. Te echo de menos como puedes imaginarte después de tantos años de amarte.
Matías.”

“Gracias, gracias, Dios Mío. Mi padre se aviene  a cumplir, quizá la última voluntad de Agustín, gracias”.


CONTINUARÁ.
HECHOS Y PERSONAJES SON FICTICIOS.
CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA.
LENGUAJE ADULTO.
ESCENAS EXPLÍCITAS.Principio del formulario
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15 comentarios:

  1. Veronica Lorena Piccinino Me confunde un poco. Recién se vieron se besaron y con tanta poesía me marie. Ya estuvieron juntos ? Ya se juraron amor? ... todo muy rápido y Perdóname pero confuso... igualmente gracias por tanto

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  2. Hermosa y compleja historia Eve...Se va a querer matar Matías cuando vea a Nahuel y sepa de su amor con Pedro...Y claro, no me olvido del odiado Racedo, pero espero que esta vez no me haga enojar mucho...Cuidate Eve, beso grande...

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