miércoles, 12 de septiembre de 2018

EL PODER DEL AMOR. CAPÍTULO SIETE.




EL PODER DEL AMOR.
CAPÍTULO SIETE.

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''La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos''.
Capítulo 104 de ''Rayuela'' de Julio Cortázar.

… estudio, dejado tras de sí al agitado Barón de Pontevedra y a su rebelde vástago, que lo desafiaba con la mirada orgullosa de los Luque y Laure.
Tras una copa de coñac. Abelardo intentó persuadir a mi padre por las buenas, para terminar amenazándolo con lo único que podía, quitarle el apoyo económico. Pero el muchacho, que había heredado de su abuelo materno, el Duque de Montalvo, una fuerte cantidad de dinero suficiente para costear los estudios en Perú y llevar una vida de canónigo, le repitió que emprendería su viaje en una semana.”
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Tía Blanca, tu padre médico,  tú boticaria,  y…  la tía Carolina, nuestra tía Carolina era la hermana de tu padre, de Leopoldo, de Francisco, de Timoteo que es Tito tu mentor, pero solo hemos conocido a Carolina.
Durante los cinco años de ausencia de Leopoldo Jacinto Monte, no existió entre él y su padre Abelardo Montes, contacto alguno. Abelardo se encontraba al tanto de que Leopoldo era el primero de la clase, que su tesis de fin de curso sobre el aparato circulatorio le valió el reconocimiento del decano, que recibía tentadores ofrecimientos por parte de la clase y profesores, porque la propia María del Pilar lo comentaba al resto de la familia durante las comidas. En ocasiones, leía párrafos enteros de las cartas de Leopoldo, y aunque su esposo comía impasiblemente, ella sabía que no perdía detalle.
Leopoldo Montes regresó a Buenos Aires en el verano de 1819, más apuesto que nunca, en opinión de Alcira, lleno de libros y notas que había acumulado a lo largo de su carrera, y de ganas de trabajar. Alquiló un hospedaje en el hotel, y antes de desempacar envió una esquela a la mansión familiar anunciando su llegada. Llamaron a la puerta una hora más tarde, Leopoldo se apresuró en abrir por la emoción del reencuentro con su madre y sus tres hermanos, a los que había extrañado, en especial a Carolita.
La sonrisa se desvaneció al abrir la puerta. Era su padre. Abelardo  Montes, que había envejecido ostensiblemente a lo largo de los cinco años. Le notó encanecidos el pelo y el bigote, profundas arrugas en la frente y en torno a los ojos,  el vientre abultado y la papada le colgaba bajo el mentón. Con todo, Leopoldo terminó por aceptar que el tiempo no había conseguido doblegar al viejo patriarca. Que aún conservaba una figura avasalladora y ese aire aristocrático conseguido a fuerza de proponérselo.
Leopoldo sufrió una conmoción al notar los ojos de su padre llenos de lágrimas. Abelardo dio un paso al frente y lo abrazó. Le rogó que abandonara ese hotelucho y que regresara a su casa donde lo esperaba la familia, no tenía sentido la situación, pues el lugar del hijo del Barón de  Pontevedra era su mansión en el barrio de La Merced, no ese ese sitio sin clase. Le dijo por fin, que cualquier diferencia del pasado se había zanjado y que se enorgullecía de ser su padre.
El doctor Leopoldo volvió al hogar, en parte porque la herencia de los Laure y Luque había menguado considerablemente, y en parte porque ansiaba reunirse una vez más con la familia, y regodearse con el lujo de la casa paterna, harto de habitar en pensiones, de comer revoltijos y de extrañar que Alcira perfumara sus sábanas. En la mansión de la calle Trinidad le preocupó el deterioro físico de María del Pilar, más delgada y encorvada a causa del esfuerzo que hacía para respirar, vulnerable como una amapola, cuando la apretujó contra el pecho. Leopoldo sintió el cuerpecito de una niña entre los  brazos.

Timoteo Lázaro __al que simplemente llamaban Tito__ lucía impecable y menos sarcástico, muy entusiasmado con sus estudios de botánica y química que le habían llevado a comprar una casa en la parte norte de la ciudad, sobre la calle de las Artes, donde funcionaba su laboratorio, y en breve, su botica. Aunque en un principio, y con el fin de no enfadar a su padre,  no afligir a su madre, Tito había aceptado a regañadientes trabajar en la administración de campos y el saladero, pronto se demostró que no tenía talento para esas actividades. El propio Abelardo se libró de un peso cuando su segundo hijo le confesó que le fastidiaba la tarea de pasarse la vida entre la bosta de vaca y cuero nauseabundo, y se resignó a contar con la ayuda de su hijo Francisco, que, aunque apocado, abúlico, cumplía sus mandatos a rajatabla.

Carolita, la niña pecosa menuda que Leopoldo había dejado atrás, le pasmó con su cuerpo maduro, lleno de curvas y redondeces. Sus facciones no habían heredado la belleza de Pilarita y, sin embargo, reflejaban, en la piel translúcida y los ojos claros, el espíritu puro y noble de la infancia, que la embellecía y destacaba del resto. Carolita se abalanzó a los brazos de su hermano mayor, le  besó varias veces las mejillas y  le reconvino porque no se había afeitado y el bozo le raspaba la piel. Sin darle tiempo a sentarse, le puso al tanto de la inminente boda con un rico aristócrata francés, Jean-Êmile Beaumont, enviado a las tierras del Plata como cónsul representante de Su Majestad, el rey Luis XVIII.
Leopoldo convocó a su cuñado esa misma noche, en la tertulia que Abelardo organizó para ufanarse de su hijo el doctor Montes, de su mansión abarrotada de excentricidades, y de su yerno cónsul francés, de unos treinta años, viudo con un hijo pequeño en París, que resultaba agradable, desprovisto de artificios de los de su posición y que se ganó la simpatía de la familia Montes en poco tiempo...
Esa misma noche, Leopoldo conoció a Ignacia de Mora y Aragón, hija de una prima de Pilarita, doña Cayetana Laure y Luque que había llegado de Madrid, envuelta en el escándalo y la más absoluta pobreza. Su esposo, un madrileño emparentado con la casa del duque de Alba, había muerto de un infarto entre las ancas de una prostituta después de perder en la mesa de juego los últimos doblones. Apenas terminado el servicio fúnebre, doña Cayetana vendió las joyas que le restaban y se embarcó en Cádiz, junto con sus hijos y bártulos, hacia el Río de la Plata, donde su prima Pilarita la recibiría con los brazos abiertos.

Aunque muchos creían que lo perseguía por interés, la niña Ignacia amaba a Leopoldo a su modo, aseguraba Alcira. Y lo amará hasta el día de su muerte, se atrevía a aventurar. Los sentimientos que Leopoldo inspiraba a su prima Ignacia, agradaron a Abelardo, que prefería como mujer de su hijo mayor a una española pobre a una criolla sin antepasados nobles. Se ocultó el escándalo de la muerte del padre, don Emiliano de Mora y una historia bien urdida por mi abuelo Abelardo, explicó la comprometida situación de la viuda y los hijos: don Emiliano había muerto de un infarto luego de perder su fortuna por una estafa por un socio.

Ignacia de Mora y Aragón era una beldad, la piel como pétalo de jazmín, los ojos grises, el cabello rubio que ella peinaba en una trenza hasta la cintura. El porte de una reina, mezcla de orgullo y aptitud natural de su cuerpo, la destacaba de entre sus amigas y parientes. Nadie la igualaba en talentos: hablaba impecablemente el francés, tocaba el piano, dibujaba con carbonillas, pintaba con acuarelas, bordaba y confeccionaba encajes a bolillo, admiración de matriarcas diestras... Era célebre su trousseau que ella mantenía bajo llave en un baúl de sándalo, regalo de su tía Pilarita, cuya casa visitaba a menudo y, aunque solapadas por las excusas, a nadie pasaba por alto que sus cortesías tenían por objeto encontrar a su primo Leopoldo. A nadie, excepto al mismo Leopoldo, que reparaba en Ignacia tanto como en el resto de las mujeres de la casa. Esa indiferencia se convirtió en un desafío para Ignacia, que se volvió más  atrevida y osada con el tiempo, tanto que su  madre la reconvino la tarde que acomodaba en papel de seda unos pañuelos de lino que había bordado con las iniciales de su primo. “Solo la prometida de un hombre puede regalarle algo tan íntimo”, argumentó doña Cayetana. “Pronto lo seré”, respondió Ignacia, y terminó de envolver los pañuelos que entregó a su primo que se sorprendió: “¿Es mi onomástico?, y al levantar la vista y toparse con los ojos de su prima, coligió el significado del obsequio. Le agradeció secamente y se marchó, dejando a Ignacia en medio de la sala, confundida, y contrariada.
La noticia de los pañuelos se supo de inmediato y aunque  mi abuela Pilarita vio con malos ojos develar los sentimientos así, el abuelo Abelardo creyó que era una excelente oportunidad para echar la soga al cuello de su hijo mayor, que solo vivía para el Protomedicato, las oficinas de vacunación del doctor Segurola, y las visitas a sus pacientes, no todos del Barrio de la Merced. Habían llegado a sus oídos historias alarmantes acerca  de que su hijo curaba heridas de esclavos castigados, además de sus pestes y enfermedades y que atendía gratis a los trabajadores del saladero y a sus familias, incluso atendía partos a mujeres de mala vida, propensión que Leopoldo, no había heredado de él.
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“MARÍA DEL PILAR Y ABELARDO MONTES, ABUELOS DE BLANCA MONTES. LEOPOLDO, PADRE  y LARA PARDO, MADRE DE BLANCA MONTES. CAROLITA, TITO Y FRANCISCO, TÍOS DE BLANCA MONTES, MADRE DE AGUSTÍN ESCALANTE MONTES, HERMANO DE PEDRO Y LAURA.
IGNACIA MORA Y ARAGÓN SERÁ IGNACIA MONTES, POR CASAMIENTO CON FRANCISCO MONTES, HERMANO MENOR DE LEOPOLDO, ABUELA DE PEDRO Y LAURA.”
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Al Barón de  Pontevedra, Abelardo Montes lo enfurecía que el ilustre doctor Leopoldo Montes terminara ensuciándose las manos con achaques de muertos de hambre.
Leopoldo reconocía que su prima Ignacia reunía las condiciones de una excelente esposa, aunque presumida, artera y caprichosa, al saberse hermosa y admirada, echaba manos a eso para conseguir sus propósitos. De todos modos, su conversación inteligente, culta y atractivas facciones habrían  hecho mella en el corazón de Leopoldo Montes si para entonces Lara Pardo no hubiese existido en su vida.

Poco después de la llegada de Leopoldo, comenzó a funcionar en la calle de las Artes la botica de Tito, y repartido entre las horas de consulta y las que pasaba en el laboratorio, casi no regresaba a la mansión. Leopoldo visitaba a Tito con frecuencia y le compraba medicinas para pacientes indigentes.
Una mañana lluviosa de invierno en que los hermanos discutían acerca de un caso de fiebre tifoidea, entró a la botica una mujer envuelta en un embozo negro con una canasta pequeña colgada al brazo, que dejó sobre el mostrador. Tito la saludó con familiaridad y la llamó Lara. Era muy joven y llevaba el cabello, negro como el ala de un cuervo, suelto hasta la cintura. A  Leopoldo lo hechizaron sus ojos oscuros y profundos, sus pestañas vueltas y el contraste entre cejas pobladas y negras y la piel pálida, como iluminada por la luz de la luna.
Lara pidió un quermes para su abuela. “Más potente que el de la semana pasada, señor Montes”, aclaró, y Tito lanzó un vistazo elocuente a su hermano, el médico, que entendió que la enfermedad de la abuela de Lara era un caso perdido. Como no tenía dinero, la joven sacó de la canasta media docena de pastelitos rellenos con dulce de batata y los cambió por las medicinas. Se embozó nuevamente, saludó con reserva, y dejó la botica. Tito engulló un pastelito mientras Leopoldo seguía con la mirada a Lara, que se perdía en la esquina.
“Ni lo sueñes”, afirmo Tito. “Es muy arisca”, explicó, “y  más de uno de llevó un mamporro como único premio por cortejarla”, pero Leopoldo le preguntó el nombre completo_ Lara Pardo__, y adónde vivía. “En la calle de Cuyo, informó Tito. Leopoldo conocía bien esa parte de la ciudad, con pantanos sucios y malolientes.

La primera vez que la visitó, Leopoldo se presentó como médico. Mi hermano, el señor boticario, me pidió que viniera a ver a su abuela, mintió. Lara lo contempló con incredulidad y enseguida le aclaró que no tenía un centavo para pagarle. La casa de Lara, un mechinal oscuro y mal ventilado, acongojó a Leopoldo hasta la cobardía, sin embargo, continuó avanzando en dirección al camastro de la anciana, impulsado por el enamoramiento que no había experimentado nunca.
La mirada vidriosa e irritada de la abuela, las mejillas blancas cubiertas de manchones rojos y el silbido al respirar previnieron a Leopoldo de que se trataba de un caso de tisis. La percutió, entregó a Lara un cordial que no sanaría lo incurable pero que sería de alivio en momentos de dolor. Lara bajó la mirada porque no le gustaba que la vieran quebrantarse.

A medida que las visitas del doctor Leopoldo Montes se sucedían, Lara Pardo iba bajando las defensas que acostumbraba a levantar con sus pretendientes. Lara tenía un pobre concepto del sexo opuesto, empezando por su padre, un adinerado comerciante del barrio Santo Domingo, que había seducido a su madre Blanca Pardo, lavadora que había muerto de tuberculosis el año anterior a causa de la pésima alimentación y ominosas condiciones de trabajo. Más allá de los cuidados de Lara, las manos de Blanca se fueros estropeando, los nudillos deformando y los pulmones resintiéndose irremediablemente.
Una mañana, Blanca Pardo no halló fuerzas para levantarse, abrasada por la fiebre y con una tos perruna, y ni siquiera el aliciente de juntar dinero para que su hija Lara continuara estudiando resultó suficiente para llevarla una vez más a la orilla del río para lavar ropa ajena. “Mi madre no quería que yo trabajara”, refirió Lara a Leopoldo un día, “quería que yo estudiara, decía que la culpable de todos los males y yerros era la ignorancia supina en la que se hallaba”. Mientras sus libros dormían en un anaquel.
“Solo a usted le cuento estas cosas”, confesó Lara luego de un silencio, y ocultó el rubor dándole la espalda. Leopoldo percibió que la última defensa había caído, percibió también el pánico de Lara, y la inseguridad y desconfianza que le impedían entregarse a él. La tomó por los hombros y la obligó a volverse. Lara no consiguió apartar sus ojos negros de los de Leopoldo. Se besaron suavemente primero. Pero, a medida que el deseo contenido durante tantas semanas se rebelaba dentro del cuerpo, el beso se tornó febril y osado. Un momento después, Lara agitada y con el cabello revuelto, se separó de Leopoldo, y lo miró llena de rencor.
“Me voy a casar con usted, señorita Lara”, se apresuró a prometer Leopoldo.
A principio de la primavera, Leopoldo le dijo a Lara que debía pensar en su abuela, pues tenía los pulmones llenos de líquido y, aunque Lara sabía que su abuela iba a morir y que resultaba cruel someterla a una operación tan dolorosa, accedió porque aún no estaba preparada para perderla y quedarse sola. Leopoldo sacó tres cucharadas soperas de agua de los pulmones de la anciana y, luego de sedarla con opio, le confesó a Lara que dudaba que pasara la noche. La mujer murió antes del amanecer y, si no hubiera sido por Leopoldo que pagó el sepelio, Lara habría tenido que echarla en la fosa común.

Al día siguiente del entierro de la abuela, Leopoldo le comunicó  a su padre que estaba comprometido en matrimonio. En un principio, Abelardo interpretó que la elegida era Ignacia de Mora y Aragón, pues dos días atrás doña Cayetana se había presentado compungida y avergonzada para quejarse de que Leopoldo había besado a su hija, he intentado seducirla. María del Pilar no podía creer las acusaciones, Abelardo llamó a su hijo a gritos, pero Alcira le informó que había salido temprano.
Leopoldo regresó dos días después, luego de atender los oficios funerarios de la abuela de Lara Pardo…

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Pedro cerró las memorias de Blanca Montes, necesitaba procesar la información, en verdad preguntándose por Nahueltruz. Deseaba hablar de él con Agustín, pero Laura llegó con la carta de Matías.

__Blasco, papá no es después de todo el hombre insensible y resentido al que todos reprochaban. Viajará a Río Cuarto a ver a su hijo mayor porque él se lo ha pedido a pesar de su estado valetudinario y la resistencia de tía Selma.

La euforia de Laura languideció cuando diez días le resultó una eternidad para la salud quebrantada  de su hermano. Blasco (Antonio en su bautismo huinca) la contemplaba con la boca abierta, testigo de los cambios de ánimo de su bella patrona joven que le robaba el corazón en cada día compartido, cada vez  le caía mejor la hermana del padrecito, lo trataba con deferencia, siempre lo saludaba y le decía gracias después de cumplido un mandato, y, aunque las monedas que Lorena le ponía en la mano para que la siguiera a sol y a sombra resultaban excelente estímulo, Antonia servía a Laura Gabriela Escalante muy complacido.
 La acompañó hasta  la casa pero no entró en la habitación del padrecito Agustín porque Lorena le había dicho que el carbunco era muy contagioso. Se quedó en el patio, donde el aire fresco del atardecer barría cualquier ponzoña que flotara en el ambiente, donde lo había hallado Pedro.
Laura encontró a sus dos hermanos con el padre Donatti, que lo visitaba por segunda vez en el día. Rezaba el rosario del atardecer, aunque solo se escuchaba al padre Marcos porque Agustín no tenía aliento para repetir la sarta de rezos.

__ ¿Está dormido? _se animó a interrumpir Laura.

__No hermanita, dime.
__Llegaron noticias de nuestro padre __ exclamó Laura y, sin esperar, desplegó la carta y leyó, evitando los pasajes menos deseables. Como la hostilidad de la tía Selma y el de la eterna promesa de amor de Matías.

__!Bendito sea el doctor Olazábal! __exclamó el padre Donatti, y besó el crucifijo__. Haber viajado a Córdoba, inmediatamente después de semejante viaje, y nada menos que para enfrentar al general Escalante, habla de la grandeza de su espíritu. De la nobleza de su corazón y de su gallardía sin parangón. Desde hoy se ha granjeado mi más sincero respeto y estima.

Laura se quedó boquiabierta ante el despliegue del padre, un hombre más bien mesurado, circunspecto, que no solía expresar abiertamente su afecto o desagrado por nadie. De camino al hotel de doña Sabrina, el padre Donatti la escoltó con el único propósito de endilgarle un discurso acerca de la reputación de una dama, del deber de esta para con su familia y la sociedad, y del horrendo pecado que significaba la soberbia de creerse independiente.
Laura lo escuchaba como podría haber escuchado llover, y prestaba más atención a la piedrita que pateaba Blasco que los seguía detrás y al perro que intentaba quitársela. A veces el padre parecía tan revolucionario como Voltaire y otras tan anquilosado como su abuela Ignacia. Con todo, sus últimas palabras la inquietaron.

__Ya veo que el doctor Olazábal  la tiene en gran aprecio niña. Sé por su madre que la ha pedido en matrimonio y que se ha negado. Deberías reconsiderar su propuesta. Bien sabemos que a Lahitte, tu viaje a Río Cuarto lo ha molestado tanto como para terminar con el compromiso. Llegar casada a Buenos Aires, así como Pedro si viajara Camila a buscarlo, sería lo mejor para aquietar las aguas y salvar la honra.

No se casaría con Matías así le aseguraran que en Buenos Aires la esperaba un tribunal del Santo Oficio con la hoguera ya encendida como tampoco Pedro con Camila. No se casaría con Matías ni con Lahitte ni con ningún otro. Ella no necesitaba de nadie para demostrar que era una mujer honorable e íntegra.
Después de todo qué tenía que ver la honra con el matrimonio o la integridad con un viaje a Río Cuarto para cuidar de su hermano que estaba moribundo. ¿Qué habían hecho ellos con Pedro de malo? ¿Quién tenía autoridad moral para censurarlos?
Maldijo al mundo porque pertenecía a los hombres y a estos porque acomodaban todo a su beneficio, y se dio cuenta de cuán estúpidas eran las mujeres que como su madre y su abuela se atenían a ellos sin chistar. Eran ellas las que carecían de honor y criterio, y como marionetas, se dejaban manipular, la tranquilidad de una mujer y su honra tenían un precio demasiado alto que ella no estaba dispuesta a pagar.

__Me prometes que pensarás lo que acabo de decirte __ retomó el sacerdote.

__No tengo cabeza para otra cosa que no sea la salud de mi hermano  _expresó Laura casi calco de las palabras de Pedro.

__A veces, en la vida _explicó el sacerdote ___tenemos que lidiar con tres cosas al mismo tiempo.

__Puede ser, padre, pero yo no tengo la facultad. ¿Se olvida que soy mujer, un ser débil y disminuido? Buenas noches _saludó a continuación, y se marchó hacia la pulpería, con Blasco por detrás, que le advirtió a tiempo que Racedo estaba aguardándola.

El Coronel Racedo regresó  al Fuerte Sarmiento con polvo, cansancio y sin gloria. Nada se había podido hacer en Achiras, con semejante daño ya infligido por los salvajes, que habían desaparecido en el desierto sin dejar huellas como tragados por un guadal. Racedo había vuelto con un genio de los mil demonios, despotricando, insultando y escupiendo. Los soldados, y en especial los indios que vivían en el fuerte, se habían escabullido y refugiado en sus escondrijos como ratones al ver al gato. Racedo tomó un baño y marchó hacia lo de doña Sabrina, donde cenaría con la jovencita Escalante y luego pasaría un rato agradable con Lorena.

__Lo único que me faltaba _farfulló, Laura. Qué poco me duró la libertad. ¿Es que tan rápido concluyó la misión? _preguntó más para sí, pero Blasco le contestó.

__Achiras está muy cerca, patroncita, a pocas leguas. Dicen que, apenas llegado al pueblo, el coronel se quedó una noche no más, y ya pegó la vuelta. ¿Sabe? Como urgido por algo en Río Cuarto _agregó el muchacho con intención, y Laura pasó por alto el comentario.

__La estaba esperando _dijo Racedo al verla entrar, usando un tono voluptuoso que hizo sonreír a Lorena, a doña Sabrina y a los parroquianos.

__ ¿Cómo está usted, Coronel? _saludó Laura, intencionalmente displicente.

__Acabo de llegar del sur, donde estuve a la cacería de esos asquerosos, los ranqueles.
Laura no polemizaba con un hombre prepotente como ese, y se limitó a asentir sin entusiasmo.
__Como le dije _recomenzó Racedo, luego de esa pausa incómoda __, la estaba esperando para cenar. Aquí, Lorena ya tiene preparada la cena.

__Le agradezco, coronel, pero no me encuentro bien, si no le molesta, prefiero ir a mi cuarto a descansar.
__ ¿No se siente bien? __ se alarmó Racedo, y enseguida se le ocurrió que el cura Escalante le había contagiado.

__Nada serio un poco de cansancio, y este calor.
__Vaya nomás a su habitación, señorita Escalante __indicó Lorena __, que yo le llevo un poco de agua- miel. Ya verá cómo se sentirá mejor.

Sí, sí __apoyó doña Sabrina, no esté aquí más tiempo de pie.

Ante aquel frente común, Racedo capituló, ya encontraría otro momento para hablarle de sus sentimientos y proyectos.
__Mañana por la mañana pasaré a buscarla para acompañarla __insistió__ .Le prometí a mi amigo Olazábal que cuidaría de usted en su ausencia, sobre todo ahora, que han llegado noticias de naturaleza inquietante a mis oídos, el cacique Nahueltruz Guor anda merodeando la zona de Río Cuarto.

__ ¿Nahueltruz? __ repitieron a coro los presentes.

__Como le decía, señorita Escalante _retomó Racedo ___, mañana temprano vendré a buscarla.

__Como guste. Respondió Laura a sabiendas de que, dijera lo que dijese, no se lo sacaría de encima.

Se marchó a su recámara, y Lorena le alcanzó un momento más tarde. Le fastidiaba la chica, siempre tratando de saber, inquiriéndola peor que su abuela, hurgando entre sus prendas con la excusa de lavarlas y fisgoneando, entre sus libros y utensilios con el afán de limpiarlos. Laura aceptaba a sus iguales donde fuera que los encontrara, e ignoraba a quienes encontraba inferiores fueran estos sus parientes los invitados aristocráticos y adinerados de su abuela o las domésticas de la casa. Era intransigente con aquellos que, a su juicio, reputaba de frívolos, poco inteligentes o carentes de sentido común.
Y según Laura, Lorena reunía todas esas características.
Extrañamente, aquella noche Lorena lucía absorta, para nada interesada en sus cosas o en interrogarla. Hizo los quehaceres con premura y en silencio, concentrada en cavilaciones que la mantenían ausente. Laura la despachó, sin solemnidades, después la muchacha apoyó una bandeja con comida y una jarra con aguamiel sobre la mesa y se preparó el baño. Pedro le había prestado el libro sobre la incursión a tierra de los indios ranqueles.

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__Agustín, ¿por qué viene a diario el cacique Guor a verte pese a que Racedo quiere apresarlo? _interrogó Pedro a solas al fin con su hermano que apenas podía hablar.

__Yo se lo pedí, pero no puedo contarte nada ahora, Pedro, cuando llegue papá lo sabrás.

Convencido de que sería así, Pedro regresó al hotel poco después que su hermana, y una vez cenar, cuando la figura de Lorena despareció se quitó la ropa. Le gustaba la sensación de la completa desnudez, la planta de los pies sobre la madera, y las palmas de las manos sobre sus hombros, su vientre, su pecho, el vello de su pelvis, la humedad de su sexo.

“He pensado mucho en ti, Nahuel, cuando la luz del sol se aproxima a los altos montes  y el reflejo  de luz ilumina tu pálida piel, tu figura viene a mi mente y me abraza en mi triste agonía de pensar en ti.
Admiro tu sensual y escultural belleza, cuando al amanecer mis sueños se van con la noche como el polvo en el viento, espero nuevamente la noche con ansia para poder llegar a lo más profundo de los sueños, vuela mi imaginación al ver tus ojos café llenos de pasión.
Al escuchar tu voz es como un huracán de pasión desbordando las mágicas melodías del amor, como estar en el mismo paraíso tomados de las manos, es el anhelo de estar juntos nuevamente  y hablamos de lo bello que es nuestro amor. Y no sé si te veo, te sueño o te imagino, no importa, sé que al fin eres mi sino.
Me arrodillo a tus pies, aunque sé que tú eres inalcanzable para mí hoy, tu figura vive dentro de mi alma, es por eso que anhelo que llegue la noche para estar junto a ti, amándote como nadie, porque eres la razón de mi existencia y deseo tenerte eternamente a mi lado.
Te daré estas páginas como quien te ofrece lo único y más valioso que tiene.
Léelas como si fueran el último pensamiento que una persona dejó antes de abandonar la vida.
No las interpretes,  solo deja que hablen  en voz baja  en tu alma; que descansen  si son dignas de ello  en tu corazón y que se deslicen en tu pensamiento como esa suave voz que un día, te enamoró.
No pretendo robarte los sentimientos, ni aspiro a que tu corazón se turbe o se sienta asediado por palabras de amor, solo quiero liberar este impulso que me lleva a hablar de esas emociones que habitan en las blancas laderas del alma, en las cimas luminosas del corazón, en aquellos lugares de nuestro pecho donde se respira el amor.
¿Por qué?
Porque mientras exista un aliento de vida, mientras el tiempo me conceda un instante de silencio, mi pensamiento siempre huirá a esa tierra en la que habita ese noble deseo, y poco importa que, una vez allí, me encuentre solo, que no encuentre quién las reciba o que parezca que se pierden en el aire según van naciendo; poco importa, pues el mero hecho de pintar alas en estas palabras y sentir que vuelan, ya colma este sueño por el que robo  a la vida, su tiempo.
Y si de amores te hablo, es porque siento que tu mirada perdida los busca; pero no temas, no pretendo hacerme dueño de ellos, solo quiero llenar ese vacío y que oigas esas mismas palabras que, soñando, pusiste en los labios de tu imaginario amante.
No sé si, hasta ahora, alguna de ellas ha sido digna o capaz de adentrarse en tu mundo, si has sentido que esa ilusión va tomando forma en tu solitario corazón, pero lo haya conseguido o no, bastaría con que hubieran desterrado tu solitario silencio y el páramo de tu alma se haya transformado en un bonito vergel de sueños, sueños en los que nadie te podrá robar el deseo de sentir que amas y de creer que eres amado.
Y mientras tus ojos viajan a ese perdido mundo, mientras tu mente va poniendo rostro a ese incorpóreo amor, mientras tu cuerpo, inmóvil, queda preso de unas emociones que te abstraen de esta vida, seguiré aleteando, con mis letras, alrededor de tu corazón, seguiré explorando esa blanca y fértil llanura, que es el alma, y recogiendo sus frutos para vestirlos de palabras, palabras que solo pretenden alimentar tus nobles sueños y que te sientas dichoso porque, al menos una vez, te hablaron del amor y te ofrecieron los sentimientos necesarios para pisar, aunque fuera en fugaz ilusión, esas blancas laderas y esas cimas luminosas en las que se respira ese deseo que nadie te podrá robar: el de amar y sentirte amado. Antes de verte, y descansar en el fondo de tu mirada, vivía inerte en una existencia vana desde el día en que te fuiste de mí en alguna vida, desde el día en que por orgullo el amor más sublime que tuve quizá lo perdí por estúpido.
Cómo he sentido el dolor de tu partida, cómo ha sangrado la puta herida que dejaste en lo profundo de esta piel, intenso dolor que me carcome en vida y que mata poco a poco los recuerdos dejando solo cicatrices en mi alma de momentos que jamás han de volver.
Cómo quisiera no poder nombrarte, sacarte de mi mente, de mi piel y olvidarte, creer que no fuiste parte esencial de mi vida, mas las cosas  son así. Por desgracia para mí, ya no estás aquí conmigo,  así lo decidió el destino  y hoy solo me miento a mí. Y aunque no eres mío,  ni mi amigo, ni mi amante pido al tiempo me conceda olvidarte, sí, la enseñanza ha sido dura con dolor la lección aprendí y esto me recordará día con día el maldito instante cuando te perdí. Hoy mi problema no es tu ausencia, es sentir que la vida transcurre gris por la falta de luz en mi vida, es caer en el abismo de la desolación cuando cae la negra noche, es tener que vivir por vivir y reprocharle con coraje a la luna las ausencias cada vez más lejanas de tu risa, tus palabras y tus noches.”

Se deslizó dentro de la tina,  lo aletargaron el agua templada y el cansancio. Hacía tiempo que se bañaba sin ropa, a escondidas de su abuela, que le había repetido como a Laura desde muy niño que jamás expusiera sus vergüenzas a Dios, que estaba en todas partes. No había escapatoria, aunque se quitara la ropa debajo de la cama,  Dios estaría mirándolo. Por eso le gustaba estar desnudo, porque a su abuela le irritaba, y quizá también por eso le gustaba tocarse sus partes secretas, más oscuras y escondidas, porque el padre Ifigenio, siempre le recordaba que era pecado mortal.
Aquella noche, sin embargo, no se desnudó para fastidiar a su abuela ni comenzó a acariciarse el vello púbico y las salientes de su sexo para resistir a los mandatos del padre Ifigenio. Aquella noche sus dedos se adentraron en los secretos de sus nalgas, y frotaron su umbría movidos por una necesidad apremiante que experimentaba por primera vez, un impulso indomable que lo llevaba a respirar agitadamente, a temblar, gemir, como si de dolor se tratase. Se tocaba, se masajeaba, se acariciaba, se perdía en su interior, se rozaba los pezones, encorvaba el cuerpo en busca de algo más, algo que lo saciara, pero eran otras manos las que imaginaba en su cuerpo. El hombre del pañuelo rojo se le introdujo en la oscuridad de su mente, sorpresivo, irreversiblemente, irreverentemente. Lo veía con nitidez. Él lo miraba con desprecio y, altanero, se dejaba contemplar como lo habría hecho un dios del Olimpo. Deseaba alcanzarlo y, con la punta de los dedos, seguirle el contorno de los músculos de los antebrazos, de los brazos y del pecho desnudo, y continuar, avanzar con osadía para saber qué había más abajo.
Las piernas se le tensaron, la espalda se arqueó y curvó. No podía refrenar el movimiento de sus dedos, de sus manos, el ritmo que parecía respetar el de los latidos del corazón, que le galopaba en el pecho, en absoluta armonía con la danza sacrílega de su pelvis. Aquel desquicio de sensaciones era, no obstante, un mecanismo que impulsaba su cuerpo hacia algo que demandaba con frenesí. Apretó los labios, reprimió el gemido. Se trató de un instante, no obstante un lapso minúsculo en el que dejó de moverse, de respirar, y el cuerpo transido de un placer inefable, nuevo, maravilloso. Al abrir los ojos, percibió que los latidos de su sexo aún denunciaban el momento vivido segundos atrás.
Salió de la tina desmadejado, sin dominio sobre sus miembros, que lo guiaron a trompicones hacia la cama. Donde se dejó caer. Sintió hambre y lo atrajo la visión de la comida sobre la mesa. Terminó de secarse y se puso una bata. Comió con fruición, llenándose la boca a rebosar, tomando aguamiel sin esperar tragar, contravenciones que jamás habría cometido frente a su abuela. Volvió a la cama, repuesto y sin sueño. Un ímpetu inexplicable lo mantenía despierto, como si hubiera bebido un tazón de café fuerte. Tomó la carta de Matías que Laura le había dejado y leyó lo que Matías pretendía de su hermana.

“Hay, Laurita, es evidente que ese beso concedido antes de que Matías partiese a Córdoba lo ha esperanzado en vano. Ese beso entre inocente y artero, acarreará secuelas que no querrás afrontar. Sé que has usado los sentimientos de él para un propósito, quizá yo lo haría también, pero tendrás que atenerte a las consecuencias de un acto que ahora parece descabellado y bajo”.
Dio vuelta la carta y el guardapelo cayó sobre la cama. Volvió a admirarlo, una obra magnífica de orfebrería. María del Pilar,  su bisabuela era la dueña de la inicial M., la hija del Duque de Montalvo. Acomodó los dos mechones de cabello sobre la palma de la mano. No tenían aroma alguno. “De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos.”. Agustín, entonces tenía otro hermano, en caso de que también fuera hijo del general Escalante. Había muerto, seguramente de pequeño.
Olió el ponchito, apenas impregnado de una fragancia agradable, indefinible. Nuevamente lo estremeció lo pequeñito que era.
“Son las cosas de Uchaimañé”, le había asegurado la india Carmen esa mañana, y se preguntó qué tendría que ver la tal Uchaimañé con Blanca Montes.
__

A la mañana siguiente, los hermanos encontraron a Blasco en la pulpería.

__Vamos __los urgió__, antes que aparezca Racedo. Les dije que ustedes habían ido a misa de seis al convento franciscano, y pa” llá salió como flecha.

__Vamos _aceptó Laura, Pedro se estremeció pensando en el refugio de Nahuel, ella complacida con la lucidez de Blasco alentó a su hermano__. ¿Por qué me acompañas las mañanas hasta lo del doctor Javier y luego, de regreso a lo de doña Sabrina? _dijo Laura.

__Porque usté es la más bonita del pueblo, señorita, y a mí me gusta que me vean con usté, con el permiso del señor Pedro.
__Llevas ese dije nuevo al cuello _volvió a notar Pedro__. Parece muy interesante, amenazante también.

__Es un regalo señorito _replicó el muchacho, ostensiblemente orgulloso, y se lo quitó para alcanzárselo__. Estos son dientes de un puma y este, el más grande, es el colmillo de un tigre.

A Laura le impresionó que esos dientes tan inertes en el tiento de cuero hubiesen pertenecido a las mandíbulas vigorosas de animales feroces. Se preguntó quién tendría el valor de enfrentarse a esas bestias y quién la sangre fría de arrancarle los dientes y confeccionar un colgante. No le resultó una artesanía de mal gusto, aunque sí tosca, aparatosa quizá. Pedro en cambio antes de devolverla a Blasco la examinó fascinado, y este se lo echó al cuello con una muestra de suficiencia, como si aquel talismán le atribuyera poderes arcanos formidables e invencibles.

__ ¿Quién te lo regaló?
Blasco levantó la cabeza y la miró a los ojos. Le gustaba Blasco, por impertinente y sagaz, absolutamente desprovisto de reglas de urbanidad. Le recordaba a ella de chica. El muchacho meditó antes de manifestar:
__Se los digo porque esté son é de confiar.
__! Gracias! _exclamaron los hermanos.

__Este é un regalo del cacique Nahueltruz Guor.
__ ¿A quien busca con tanto ahínco el coronel Racedo?
Blasco asintió con solemnidad. Entonces caviló, Pedro, era verdad que Nahuel rondaba la villa. Laura pensó lo mismo y pensó que quizá debería dar aviso a Racedo, podría tratarse de un indio peligroso, con intenciones de maloquear.
__Aquí en la villa _habló Blasco__. Todo el mundo quiere y respeta al cacique Nahueltruz. Gracias a él, Mario Javier regresó al hogar sin un rasguño, después que unos indios lo tomaron cautivo, como le conté a don Pedro.

Blasco relató en detalle la odisea de los Javier en los parajes puntanos, y Laura comprendió finalmente el cariño reverente que el doctor Javier y doña Generosa le profesaban a su hermano. Se lo contaría a María Pancha.
__Nahueltruz es el más valiente de los hombres __Prosiguió Blasco__. Tiene la fuerza de un toro y es más astuto que el zorro. Él mismo cazó a este puma y este tigre _aclaró__. Acariciando los colmillos del colgante__. Me lo había prometido, y lo cumplió. Los cazó con un facón, los agarró del cogote, los echó a tierra, y les clavó un puntazo en el corazón _describió, mientras acompañaba a los decires con mímicas histriónicas.

__Es hombre de temer _intervino Laura, conteniendo la carcajada, a Pedro le brincó el corazón.

__Las bestias le temen. Él es el rey del desierto.


___
En casa de los Javier los recibió un silencio de iglesia que los llenó de malos augurios. Sin embargo, al toparse con doña Generosa, supieron que Agustín había pasado una noche tranquila.

__Parece que los mejunjes de María Pancha dan resultado _agregó la mujer, con cierta incredulidad en el gesto.

María Pancha lavaba el torso de Agustín con agua de Colonia. Había desaparecido el olor hediondo de la ruda y del fenol. Pastillas de alcanfor se consumían en un pebetero, y un aire fresco llenaba la habitación, que palpitaba con renovados bríos, sacudidos los malos presagios que habían acechado el día anterior, Laura se acercó y acarició el rostro a su hermano mayor.

__Te afeitaré _le dijo.
__Me gustaría celebrar misa _pidió él.

__ ¿Qué se te ocurre? _lo amonestó Pedro.

__Me siento mejor, quiero celebrar misa. Aquí mismo podría hacerlo.
__Aunque venga el papa Pío a pedirte que des misa, no lo voy a permitir _aseguró Pedro__.Estás muy débil _agregó con dulzura, y quizá si te cuidas cuando venga papá puedas salir a dar paseos a la galería.

La mañana trascurrió apaciblemente. María Pancha se retiró al hotel a descansar, Laura permaneció junto a su hermano leyéndole y asistiéndolo. A media mañana Agustín expresó el deseo de comer fruta, y Pedro que leía aparte  se dirigió a la cocina para proveerla, contento porque el apetito era un buen síntoma. Al regresar, encontró la puerta entrecerrada y, por el resquicio, avistó al hombre que le robaba el sueño, con el pañuelo rojo, al parecer, Laura había salido tras él. Nahuel estaba sentado a la cabecera, reclinado sobre Agustín que le hablaba.
Alteraría de nuevo a su hermano, lo dejaría temblando con lágrimas en los ojos, no conciliaría fácilmente el sueño y ya no querría probar los duraznos ni las naranjas, la mejoría lograda a fuerza de tantos cuidados se iría al demonio.
Pero ¿quién eres Nahuel? ¿Le haces bien o mal a mi hermano?

Sacaría al gigante del cuarto de Agustín a punta de pistola si era necesario, y no lo amedrantarían su cuerpo ciclópeo ni su mirada por momentos perversa. Pero su corazón y su alma le decían otra cosa.
Se hizo a un lado cuando la puerta se abrió y el hombre del pañuelo rojo se detuvo frente a él, muy próximo, a un paso. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello lacio y largo atado en una coleta a la nuca. Permanecía inmutable a él, en cambio, Pedro temblaba desde el alma, y no acertaba a articular palabra. La mirada directa a los ojos era indiferente como el día anterior allí.

__ ¿Me miras con despacio? __aventuró, Pedro.

__Buenos días _dijo él.
Tenía la voz grave y sombría, que le iba con la apariencia de héroe mitológico, y que provocó a Pedro un repelús. Se hizo a un lado y lo dejó pasar. El hombre se alejaba por el corredor, se iba, lo dejaba otra vez con la boca abierta haciendo el papel de inexperto sin roce ni educación. Algo le diría, no creería ese gaucho que lo espantaba una mirada ominosa y unos músculos de acero. La convicción de que él era superior a aquel ignorante y de su inteligencia y situación en la vida lo posicionaba muy por encima de aquel despliegue prosaico de fuerza bruta, lo animaron a hablar.

__Usted sí ha de ser un gran pecador, señor. __El hombre se dio vuelta, y a Pedro le pareció que sonreía _. Mire que molestar a mi hermano enfermo para confesarse dos días seguidos _añadió, y permaneció inmóvil, admirado de su propia osadía.

El hombre regresó sobre sus pasos, y Pedro vio con claridad la rastra magnífica de plata que llevaba en el cinto y de la vaina asomaba el mango de un facón de dimensiones extraordinarias. Matías le había prevenido, aquellos no eran gentes de fiar,  eran gentes distintas, medio salvajes, adocenadas, sin moral, no debería haberlo humillado. “Siempre hablo de más”, concluyó con desesperanza cuando el hombre se plantó enfrente.

__En verdad señorito _habló sin levantar la voz__, soy un gran pecador, pero ni ayer ni hoy he venido a confesarme, sino a visitar a Agustín, estoy aquí exclusivamente por él.

__ ¿Por qué me tratas tan seriamente? _se atrevió Pedro.

__Porque debe de ser, es lo mejor para usted, al menos acá.

A Pedro lo dejaba boquiabierto que se expresara con tanta propiedad, sin acentos extraños ni errores gramaticales, solo un dejo provinciano que para nada denunciaba su condición de gaucho. La exposición había sido clara y concisa, pero eso lo sabía por Blasco, era culto como su padre. Se lo quedó mirando como poseso. Le atraía su cara, no por lo hermosa ni por lo perfecta sino por lo viril, por lo indiscutiblemente masculina, la frente ancha y despejada, las mandíbulas anchas, el mentón arrogante, la mirada profunda que entraba a sus ojos y reposaba en ellos y la barbilla de fuerte presencia, su piel cobriza, a leguas sabía que había pasado los treinta, pero… ¡Qué hermosos ojos!, pensó, y reconoció que, más allá del increíble color café del iris, eran las pestañas, tan pobladas, tan arqueadas, las que hacían de su mirada de las más bonitas que había visto. Era el más guapo de los hombres, se dijo Pedro.
Nahuel también lo escrutaba, y Pedro aunque le ardían las mejillas y el corazón se le desbocaba en la garganta, un cosquilleo le ocupaba el estómago, y gotas de sudor le caían desde las axilas,  le sostuvo la mirada. Su cuerpo era un trastorno, su mente un torbellino. Solía ser más cauto e hipócrita, mandar a su antojo, pero este hombre, en cambio, ajeno a su círculo, opuesto a sus cánones de buen gusto y donaire, le había alborotado con una mirada pese a que el primer día le había prestado la misma atención que a un perro callejero, y perdido en el control de sus facultades, se había dejado llevar y revelado sin sutilezas la exaltación que lo dominaba.

El cruel destino nos separó, Pedro. Cuando adolescente nos encontramos  y  tímidos nos enamoramos aunque ya lo olvidaste, sin saber lo que el destino nos preparó nos mirábamos de reojos mostrando los sonrojos, como ahora. Así perdimos el tiempo cuando en ese momento nos vimos.  Hoy en el reencuentro recordamos esos momentos, repasamos nuestras vidas de dolor y alejamiento. ¿Seremos almas gemelas? Sentimos lo mismo. Pensamos igual. Una empatía total. Pero  pobre de nosotros.  Hoy estamos comprometidos con otros con familia incorporada y pensar que no somos nada. Solo quedó la amistad.
Esperamos nuestro tiempo de ver nuestras vidas unirse y solo nos queda pedir a Dios.

__Sentimientos profundos quedan en todo caso. Mi corazón está sosegado y calmado pero cuando tú estás presente, el mismo pierde la razón, se enloquece cada día ya que mi corazón siempre te ha amado. Mi corazón ha despertado en mí el amor, llegaste a mi vida sin ir a tu encuentro y llamaste a la puerta de mi corazón sin yo ir a buscarte.
Mi corazón hace que me fije en tus ojos donde siempre me he mirado, hace me estremezca contigo a tu lado y nace siempre en mí el deseo que yo quiero estar a tu lado.
Mi corazón dice que te ama, porque lo comprende y te siente,  ya que escucha tu conmovida voz, cuando siente ver que me miras y cuando presiente que vivo en tus sueños.
Gozoso y hermoso nuestro amor que crece día a día entre nosotros, morirá con nosotros algún día como un amargo secreto y profundo,  que es el secreto de amar,  porque se puede dejar de amar y sin embargo yo no te puedo olvidar.
__Ya veremos cuando todo pase, si sigues deseando estar acá, no es fácil dejar la ciudad, aunque desee acunar mi pasión en un abrazo de amor donde tus sedientas manos sean el timón de los mares de mi piel. Y ese sol oculto de tus primaveras del ayer acaloren mi otoño con las alas del placer que se agitan en mi cuerpo con abrazos atrevidos y manos invasoras de cada rincón de mi ser encendiendo la brújula  de nuestra pasión en un beso apasionado,  para prendernos fuego en una fogata de deseos y tentaciones,  para humedecer la vertientes de nuestros territorios corporales con gotas placenteras que fueron la reacción de la seducción y la luz del descontrol, no quiero hacerte daño, Pedro.
__Me recosté sobre tu cuerpo y amanecí en tu piel, tus besos y caricias mantuvieron a mis labios y manos en vela. Renací una y otra vez con tu respiración en mi cuello. Con tus gemidos, con el transpirar de tu piel, las fuerzas volvían a mí y un ímpetu de mi ser se apoderaba. Recorrí hasta el más recóndito lugar en ti y todo lo arcano fue develado, misterios y secretos profundos no fueron ya más. En tus brazos me sentí tuyo, en mis brazos fuiste mío, en un abrazo nuestros cuerpos se estremecieron y la vida cobró sentido. Me multipliqué en tu vientre... y fui etéreo... y fui inicio y fin, fui alfa y omega, sin tiempo ni nacimiento, fui galaxia en tus pupilas, fui sol en tu pecho, fui cosmos dentro de ti, muy profundo en ti. Amanecí en tu piel y supe lo que es ser divino e inmortal, lo que es ser Dios y hombre, creación y tiempo.
Quisiera que entraras en mi cuarto como soñé y decirte lo que quiero. Acaríciame,  que sienta a tus manos arrullar mi cabello,  tus brazos me abracen fuerte,  tus ojos se miren en los míos… hablando entre pupilas de nuestro amor, quiero sentir los susurros de tu linda voz, cerquita a mi oído, diciéndome, bajito, bellas palabras de amor, acariciando y mimando a mi alma. Acaríciame, solo quiero seguir soñando despierto, aun sabiendo que a mi lado estás, que salvemos la distancia que nos separa,  quedándote en mis sueños y vigilia eternamente, no permitas que despierte de este sueño, no te apartes de mí, soy todo tuyo, no deseo darle cara a la realidad al no verte a mi lado.
__ ¿Soñaste conmigo aun no sabiendo quién soy en la vida de nadie acá?
__Sí, y te busqué y quise saber de ti.
Esa noche nos besábamos disuadiendo los enigmas a tus misterios, fuimos el ardor de tus deseos, llegando a la claridad poseída por la luna. En mi refugio anclabas tus intimidades,
tus delicados labios escalaban al compás del viento en busca de mi volcán. Tu sombra nunca antes conquistada por el placer cedió ante mi seducción, apoderándome de tus mares  profundos, y no naufragamos, te entregabas vencido ante mi brújula firme y segura. Triunfo ante tus muros, propagando en ellos la dulzura de mis raíces más apasionadas. En cada ola de tus mares me bañé de pureza y jamás contaminé mi alma. La brisa aromática de aquella cita propuso encadenarnos por siempre en el fervor pleno de caricias. Alumbrando la noche de destellos apareciste como ave rapaz devorándome, dejándome sin aliento sobre el lecho de ángeles enmudecidos por no interrumpir nuestra devoción... Flotamos en el viento cayendo en picada libre siendo yo tu ángel guardián, tu destino hacia el amor. Peregriné cada espacio de tu piel con un placer tan intenso, que a cada segundo sentía las quemaduras de una pasión sin límites, olvidándonos de nuestras historias y renaciendo el comienzo de una nueva vida. Tocan
a la puerta,  se oyen ruidos, sudados en nuestro conjuro entran curiosos los mismos ángeles deleitándonos con melodías y canciones, aprobando nuestra consagración al amor,  a un amor eterno, noche inolvidable. Cierra tus ojos y vivirás en los sueños el sentir apasionado  y lleno de amor.

__Es posible que nunca creas en mí. La voz de mi corazón que siento por ti. El grito de mis labios que siempre llaman tu nombre ¿Podrías sonreír dudosamente, es eso posible? Extraño estar en tus brazos. Sueño que tu cuerpo me abraza con tu amor, expulsa mi frío y solitario y  ahora me doy cuenta de que tengo dudas de ti ¿Podría haber amor de tus labios por mí?
Eres un huinca, Pedro.
Cuando la noche es tranquila y el frío cubre,  toda tu sombra está presente, perturbando mi corazón burlándose de mí. Aunque estoy aprendiendo a olvidarte, no quiero ahogarme en mi sueño. Espero no empujes mi corazón que no quiera ser lastimado por ti. No me lleves volando más alto, entonces lo vuelves a caer. No quiero estar enfermo y herido por la soledad. Te ruego que vayas  con tu novia y tu clase.
Me doy cuenta de lo que está escondido en mi alma. No puedo mentirle a mi corazón que me siento atraído por ti. Incluso es difícil echarte de mi vida porque tu sonrisa se ha curado más allá de mis heridas y  siempre echo de menos tu cálido abrazo.
__Yo no quiero a mi novia, ni me importaría que fueras ranquel. Hoy amor, abriré uno de nuestros sueños, porque el mejor momento de mi vida es en donde estás tú,  hoy contaré cómo en cada noche dos almas se encontraban para amarse dentro de un sueño, cómo llegabas a mi ventana, tú mi amante, ¿recuerdas amor nuestro encuentro?, tú en tu cárcel y yo libre como el viento, era mágico el momento, yo sonreía ampliamente cuando tras el cristal te acercabas, donde me dejabas flores de tu jardín cada noche y cada mañana, la música a dos, recuerdas amor cuando me decías… ¿ bailamos? Y yo te decía, ya estoy en tus brazos, tú reías y me llamabas mi príncipe. ¿Recuerdas vida mía, cuando te regalaba mis besos lentos para que no te sintieras vacío de nada?, ¿recuerdas amor lo felices que nos sentíamos cuando los edenes volaban, cuando mi sonrisa se desnudaba para ti ya en la madrugada? Cómo olvidarme amor de las canciones que me dedicabas, todas tenían ese mensaje de amor nunca declarado, Rosas rojas a ti te traeré esta noche, y no puedo estar sin ti, desde que llegaste a mi vida con tu sonrisa tan llena de locura ¿cómo olvidarme amor, cómo?
Serás mi eterno amor secreto, donde yo tu consentido, me convertiré en tu enamorado, el que entró en tu alma, el que te extraña y sueña,  el que te busca en cada mañana, el que al no saber de ti se le desarma el alma, pero aquí sigo, en el rincón de mi sueños, componiendo versos de amor en la madrugada, porque el amor nunca muere, y mi amor por ti será eterno.

__Me pierdes con tan solo desearlo, no soy esa cotidiana presencia que se interpone a tu andar en casa, no soy quien interrumpe tu habitual concentración en esas tareas de huinca, con una conversación, con un roce, quizá con un abrazo o un beso…
Me pierdes… me dejas tumbado en un rincón de tus pensamientos apenas otra voz anuncia su llegada o algún ruido  te dice de su pronta presencia… mientras yo quedo inmerso en un oscuro silencio, tratando de mediar entre mis pensamientos de dudas y aciertos… entre mi razón y corazón. Así son mis sueños, Pedro.
Soy tan solo una ilusión… pero tú eres todo mi amor, soy esa ilusión que traes a la vida al leer lo que por ti aquí me nace pensando en la inspiración que tú eres, desde aquí me llevas a tu encuentro, desde aquí me llevas a sentir tu piel, me abrigas el alma… siento que en este instante puedo a través de tus ojos derrochar mi amor en lo más profundo de tu ser… creo engañar al destino, creo a escondidas de tu presente amarte en libertad… libertad mentirosa que morirá al momento que mi nombre a tus pensamientos prohíbes recordar y otro nombre tus labios comiencen a pronunciar.
Soy lo que nadie de ti conoce… soy lo oculto en ti… una sombra que aun en la noche llevas contigo aunque te niegues a pensarme… soy apenas los minutos que desechas de tu tiempo en esas noches de pasión lejos de mí… soy el instante que en su ausencia vuelves a tu realidad y me  conviertes en un amante secreto,  invisible,  al tiempo solo me haces vivir en tus pensamientos y creo a veces pasearme por tu cuerpo divagando por tus rincones creyéndome ser el dueño de tus sueños y anhelos.
Soy la esperanza de amor que lejos de ti no quiere morir… soy años que junto a ti quieren vivirse, los otoños por vivir en la piel,  esperarlos juntos con la vida abrazados en un amor que parece irreal ajeno a este tiempo… soy un alma enamorada y a tu amor me siento atado y sueño que abrazado a ti acudamos a la muerte de un final… un final que morirá ese día que a tu lado me vuelva tu calor,  tu sombra, ese día que compartamos la vida… ese día llegará el final del amante secreto y nacerá un amor tan real que las fantasías de pasión escritas por el resto del tiempo haremos realidad.
__Antes que mi pecho se despoje de su último latido,  permíteme despojarme de este nudo en mi garganta;  un nudo que desea ser oído por el dueño de mi alma,  por aquel que injustamente me enterró en el olvido;  hoy que te tengo frente a frente ya no me agobia más el frío;  me he pasado maldiciendo a las horas,  porque no venías a ser mi tierno abrigo;  triste moría en el ahogo de mis días sin poder respirar en el veneno de tu olvido.  Antes que cruces por esa puerta, debes saber que nunca deshabitaste mi memoria;  y aunque luché a muerte conmigo mismo,  no pude arrancarte de mi perpetua historia;  torturado vivía al anhelar tus pasos,  al oírlos pasear por la incoherencia de mis horas. Cuánto te he extrañado, cuánto te he soñado;  mi vida se extinguía sin tú saberlo, en tus manos;  y las manecillas del reloj que te esperaron,  en su tictac lentamente se morían;  y yo entumecido por el penar de tu silencio, mas tu nombre él siempre me decía;  te lloraba ya sin lágrimas en mis ojos, pues mis pupilas en tus recuerdos se morían.  Perdóname si mi llanto fue tu cruel castigo,  que en el cauce de tus actos no te dejaba a ti tranquilo;  yo sin saberlo te juro que lo hacía,  es que mis penas también por ti morían;  perdóname si por amarte te hice daño,  perdóname si te torturaron mis heridas;  y aunque pasen en mi un millón de años,  te amaría con todas las fuerzas de mi vida.
Antes que mi cuerpo agote su último suspiro,  quiero que sepas que soy tuyo aunque tú no seas mío;  me llevaré conmigo el silencio de tu ausencia para amarte aquí y en otra vida;  y aunque tu egoísmo me haya olvidado,  mi alma de ti nunca se olvida;  te amaré aunque de mí te hayas olvidado,  te amaré por mil eternas vidas.

__Disculpe _farfulló Pedro, sin saber por qué se disculpaba, cuando oyó un ruido de pasos.

__Con permiso _habló el hombre, y se retiró.

Instantes después, María Pancha lo llamó por detrás y Pedro dio un respingo.

__ ¿Qué haces aquí? _se enojó__. Tu hermano puede necesitarte.
__Fui a buscar la fruta que quería. ¿No es eso muy bueno? _preguntó muy deprisa para ocultar su turbación.

María Pancha tomó la compotera con fruta y Pedro la siguió en trance. No lograba quitarse de la mente a ese hombre, a pesar de que no quería recordarlo. Se olvidaría de su rostro.
¿Por qué pensar en él si él ya no piensa o no cree en mí? Qué tonto escándalo por ese soberbio, engreído y maleducado. ¿Sera cierto acaso que es el gran cacique? Una mezcla de vergüenza, rabia y desprecio lo puso de malhumor. Un rato después doña Generosa, los invitó a almorzar.
Le gustaba doña Generosa, la única optimista en la pronta convalecencia de su hermanito. Le gustaba también porque era cariñosa y bromista, alegre y espontánea, rara vez perdía el buen talante. Pedro deseó que su madre fuera como ella e imaginó lo fáciles que serían las cosas de ser así.
Echó un vistazo a su alrededor complacido con lo familiar que le resultaba la sala de los Javier cuando lo había visitado la primera vez algunos días atrás. A los hermanos Escalante, no  obstante les parecía una eternidad, como si hubiesen vivido en esa casa toda la vida. El doctor Javier se ubicó a la cabecera y su esposa, luego de una oración, sirvió el pastel de choclo. Los hermanos se daban cuenta de que los Javier evitaban el tema, Agustín. Mario que había comenzado a trabajar en la botica del pueblo, comentó que el boticario le había pedido varias recetas a María Pancha.
__ ¿De veras? __se sorprendió, Laura.

__Sí. Don Pánfilo asegura que son de las mejores que ha visto.
Laura y Pedro jamás habían reparado en los poderes curativos y las dotes medicinales de la negra, sin saber cómo Blanca Montes, le había transmitido su saber médico y medicinal. Desde pequeños la veían hervir hierbas, preparar emplastos, limpiar heridas. La consultaban a menudo, y ella, con desprendimiento, ayudaba a todos. Solo ahora caían en la cuenta de la extraordinaria destreza de la criada y los intrigó saber cómo y dónde habría aprendido.

__Buenas tardes __saludó  una voz masculina y profunda,  Pedro se dio vuelta, seguido de su hermana, el hombre de pañuelo rojo otra vez. Su figura ocupaba casi por completo el marco de la puerta y, al avanzar, debió agachar la cabeza para no golpearse.

__Pase, pase, Nahueltruz _insistió Mario, que se puso de pie y le indicó una silla a su lado.

__Sí, sí, adelante __ratificó doña Generosa __. Ya mismo  traigo un plato y le sirvo un poco de pastel.

__No quiero molestar, señora __indicó el hombre__. Solo quería preguntarle al doctor Javier por la salud del padre Agustín. Regreso en otro momento.

__De ninguna manera _expresó el doctor, y el hombre terminó por sentarse y aceptar un plato de comida.

__Le presento a los hermanos Escalante, Laura y Pedro _dijo el médico__. Muchachos, el señor… es el cacique ranquel Nahueltruz Guor, gran amigo de mi familia… y de vuestro hermano. Siempre bienvenido en esta casa.


CONTINUARÁ.

HECHOS Y PERSONAJES SON FICTICIOS. CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA.

LENGUAJE ADULTO. ESCENAS EXPLÍCITAS.


23 comentarios:

  1. San en un susurro. Còmo no morir de amor? Eve Monica Marzetti

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  2. Mara. Interesante, bella, diferente y ellos, y qué fotos-

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  3. Isa... qué te digo, quería más, cuidate. El viaje...

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  4. Beatriz Deja flotando incertidumbre,dolor y esperanza.Reflefa la vida,muy directo al corazón.

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  5. Carmen Y ese amor apasionado es fruto del verdadero amor .

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  6. Que historia compleja.. creo haber leído que ellos ya se conocían? Pero Pedro no lo recuerda? Lo desea pero no se acuerda de que en su adolescencia conocieron... entendí eso

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  7. Hermoso relato Eve...Me pierdo un poco entre lo que dice el diario, lo que Pedro imagina, los sentimientos de Nahuel y la realidad, pero es realmente muy bello el amor que los une y que, según parece, es un amor eterno de almas gemelas...

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    1. Es compleja por ello empiezo con el diario, y aclaré para que sepan el porqué, se conocieron de niños y algo quedó, sí Pedro despertó a su sexualidad imaginando, y en la casa del médico se portan mejor, pero..., llega No soy Yo, luego El viaje, Equivovado muy interesante, La herencia, Sur, besotes mil.

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